«Donde yo estoy, está Alemania». ¿Se imaginan mis lectores crecer —y escribir— a la vera de un padre que pudiera permitirse estas palabras? A pesar del ego que revelan, Thomas Mann no era un tirano; pero tampoco fue un buen padre. De hecho creo que, si no hubiera sido por su afán de ajustarse al más perfecto orden burgués, ni siquiera se habría casado. Y no me refiero solo a su reprimido homoerotismo, al que no dio salida sino en sus novelas; tampoco su certeza de que la vida familiar —quizá la vida, simplemente— no es más que un estorbo, apenas compatible con la exigencia del arte, lo hacía candidato a hombre de familia ideal. Sumen a la sombra del gigante sensaciones filiales más pedestres —como el complejo de ser decepcionante para el padre o el obvio privilegio de otro hermano— y obtendrán los dos textos que quiero tratar hoy.

La casa de los Mann en Múnich. Thomas llegó a la ciudad desde su Lübeck natal en 1894. Allí se casó con Katia y allí nacieron sus seis hijos entre 1905 y 1919. En 1914, con Thomas ya consagrado como hombre de letras, la familia se mudó a la mansión de la imagen. En ella deben situarse, por tanto, los relatos de los que habla esta entrada. Pincha aquí para visitar varios escenarios de la vida de Mann.
Desorden y dolor precoz es una obra maestra de apenas cincuenta páginas. Se publicó en junio de 1925, cuatro años antes de que Mann ganara el Nobel, y siempre fue uno de sus textos preferidos. Está ambientado en los años de la República de Weimar, cuando la inflación llenaba Alemania de familias que pagaban malamente lo que antaño les sobró. Pero el mayor interés está en la relación del personaje con sus cuatro hijos, claro trasunto de los mayores y los menores del propio Mann —los dos medianos se libraron—. El cuento recrea el despertar al dolor de la hija favorita del profesor Cornelius —la pequeña Lorchen, que encarna a Elisabeth Mann— y el aguijón que el padre siente cuando ella quiere por primera vez a otra persona. Hermoso tema, pero Mann —impúdico siempre a la hora de emplear a los demás en su ficción— no duda en llevarse por delante a Bert y Beisser, adolescente el primero y niño aún el segundo, reflejos respectivos de Klaus y Michael Mann.

Cuesta encontrar una foto familiar que no revele la predilección de Thomas por su quinta hija —a su derecha en las dos fotos—. Repaso aquí, siguiendo la imagen superior y empezando por la izquierda, el destino intelectual de los seis hijos: junto a Katia Mann, están Monika (escritora), Michael (músico y profesor) y Elisabeth (escritora y laureada experta en la defensa de los océanos); y a la izquierda de Thomas, posan Klaus (escritor) y Erika (escritora y actriz). Golo (historiador y filósofo) no aparece —¿tal vez sacó la foto?—, pero se le puede ver abajo —el tercero por la izquierda, con corbata—. Aun así, según el biógrafo Tilmann Lahme, Elisabeth fue la única que logró eludir la huella intelectual y personal del padre. Aquí puedes conocerla mejor.
Dos veces compara el profesor a Bert con algún joven del cuento. Mirando a un tal Möller, piensa Cornelius: «Por el contrario, ahí está mi pobre Bert, que no domina nada ni sabe hacer nada y no piensa más que en hacerse el gracioso, ¡cuando lo más probable es que ni siquiera tenga talento para eso!»; y ante Hergesell, otro de los chicos que desfilan por la casa, «de nuevo le embarga la envidia paternal por culpa de su “pobre Bert”, esa inquietud que le induce a ver de color de rosa la existencia de aquel joven extraño al tiempo que la de su hijo le parece de lo más sombría». ¿Y qué decir del pequeño y fiero Beisser, de solo cuatro años? El juicio es también implacable: «Toda esa dignidad y virilidad es más una aspiración que algo verdaderamente afianzado en su naturaleza; y es que, concebido y nacido en tiempos de desolación y destrucción, ha traído al mundo un sistema nervioso considerablemente débil y excitable, sufre con dureza ante las discrepancias de la vida, tiende al mal genio y a los pataleos de rabia, así como a amargos y desesperados sollozos por cualquier nimiedad, y ya solo por eso es el favorito de la madre».

La vivienda familiar en Lübeck, donde crecieron Thomas y sus hermanos —entre ellos Heinrich, célebre autor de El súbdito y El profesor Unrat—. Tras su exilio americano, Mann volvería a Europa en 1952. Nunca más viviría en Alemania, pero sí la visitaba con frecuencia desde Suiza. A la izquierda, con Katia ante las ruinas del hogar de su infancia; a la derecha, la casa restaurada y convertida en museo. Clic aquí para saber más sobre el lugar.
Todos los hijos de Thomas tuvieron talento; varios sufrieron depresiones y abusaron de las drogas y el alcohol; dos se suicidaron. ¿Adivinan cuáles? Sí, fueron Klaus y Michael. Sería una concesión al simplismo más sentimental reducir a un trauma infantil los intrincados motivos que alguien tiene para matarse; pero sí es cierto que nada es gratis en la vida, y que Michael lo hizo en 1977, poco después de leer —al parecer— los diarios de su padre: allí quedaba claro que solo la insistencia de la madre salvó a Michael del aborto, pues a Thomas —embelesado como estaba con la pequeña Elisabeth— no le venía bien otro «niñito». Klaus había hecho lo propio casi 28 años antes.
A Klaus le debemos el segundo texto del que voy a hablarles: Novela de niños. La editorial Alba lo publicó —con sabio prólogo de Rosa Sala— en un tomito junto al relato del padre, pues los dos son cara y cruz de una misma moneda. Solo en privado reconoció Klaus sentirse herido por la opinión del profesor Cornelius sobre su hijo; pero no tardó ni diez meses en responder con esta narración, que —sin ser, ni de lejos, un ataque frontal contra el padre— puede leerse como ajuste de cuentas desde la cita inicial del místico alemán Silesius: «El Sol todo lo anima; hace bailar a las estrellas. Si no te mueve también a ti, no eres parte del Todo». Poco después de su publicación, Thomas Mann escribía a su hija Erika que se había reído bastante leyendo la novela; «pero, sin embargo, de vez en cuando me asaltaron ciertas dudas». No me extraña.

Los hermanos mayores se llevaban solo un año, y muchas circunstancias los unieron hasta la trágica muerte de Klaus: ambos dependieron del alcohol y las drogas, se introdujeron juntos en el cabaret y compartieron un viaje por el mundo en 1927. Erika estrenó como actriz la primera pieza teatral de su hermano —Anja und Esther—, y llegarían a escribir al alimón un par de libros de viajes. Homosexuales ambos, Erika se desposó dos veces —con sendos hombres gays—: primero el actor y director Gustaf Gründgens, amante de Klaus; y después el poeta y ensayista inglés W.H. Auden, quien le facilitaba así la salida de Alemania en 1935. La presencia mutua es constante en las obras de los dos, y Erika sería la valedora del legado de su hermano más querido. Aquí puedes leer sobre ella y ver otras imágenes.
El centro son ahora los cuatro hijos de una joven viuda. Klaus se retrata en el pequeño Heiner y en Til —un mozo ambiguo y fascinante inspirado en René Crevel, a quien Klaus amaba en esos días—. Aunque escrita con humor, la desolación de algunas partes de la historia estremece al pensar que Klaus la concibió con solo 19 años. ¿Qué decir de las lágrimas que Dios llora en su soledad y que engendran, al unirse con la nada, ese retoño que llamamos vida? ¿Qué había en Heiner a los ocho años, que inquietaba a su madre y «le hacía intuir algo malo»? Para el lector resabiado, conocedor del destino familiar, los pensamientos maternos resuenan terribles: «Pronto esos cuatro niños se darían cuenta de que la vida era seria, mortalmente seria, no importa si se mostraba con aires de comedia o de tragedia. Pero la madre sabía que resistirían». En cursiva destaca Klaus la predicción del personaje, tremendamente equivocada para al menos dos de los muchachos. Tras el parto de la quinta hija, el médico bromea con los otros críos: «Ahora ya no le importaréis a nadie, ni al gato. Ahora la pequeñita será la preferida de todos». Así se venga Klaus del cuentecillo de papá; pero a esas alturas el lector ha intuido ya unos dramas más atroces que las pullas literarias.



