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La historia de Richard y Cósima Wagner es compleja. Ella era el fruto de un escarceo amoroso de Franz Liszt con una condesa francoalemana. Creció entre nodrizas y en un internado de París, y se acabaría casando con Hans von Bülow, un director de orquesta y discípulo de su padre. La pareja tenía dos hijos cuando Cósima y Wagner —también casado— se conocieron en 1862. Su affaire fue escandaloso, a pesar de que Bülow admiraba tanto a Wagner que fingió no saber que Isolda —la tercera criatura, nacida en el 65— era en realidad hija del adulterio. Los amantes huyeron por fin a Tribschen —junto a Lucerna—, donde, lejos de habladurías, vivieron los años más dichosos de sus vidas. Entre 1867 y 1869, dos hijos más —Eva y Siegfried— se sumaron a los tres que Cósima trajo consigo. Viudo él y divorciada ella, la pareja pudo casarse en agosto del 70, y el matrimonio duró hasta la muerte del compositor en 1883. Cósima, de 45 años, vivió sin volver a casarse hasta 1930. Sería Eva Wagner, al parecer, quien destruyese las cartas que Nietzsche dirigió a su madre.

A la izquierda, Wagner en Tribschen (1867) con su hija Eva; al lado, Cósima y Eva en Bayreuth (1906). Figura polémica, Eva se casó en 1908 con Houston Stewart Chamberlain, filósofo inglés nacionalizado alemán que apoyaría a Hitler desde sus inicios en la política. Con justicia o sin ella, el nombre del clan Wagner —profundamente antisemita— ya nunca pudo separarse del nazismo. Aquí puedes leer más.

«Viene a comer un filólogo», anota Cósima en su diario el 17 de mayo de 1869. Friedrich Nietzsche era entonces un anónimo profesor de solo 24 años, al que Wagner —de casi 56— había conocido poco antes en casa de su hermana. Así comienza un «idilio» intelectual en el que todos —el músico, la esposa y el filósofo— saldrán tan magullados como enriquecidos. Con la palabra idilio describía Wagner su felicísima vida en Tribschen, y así llamó también la pieza que quiso regalarle a Cósima por el nacimiento de su hijo menor. Leer a los clásicos de viva voz, tocar juntos el piano, copiar con tinta las partituras del maestro, ver a los pequeños dando sus primeros pasos: así eran los días de Cósima y Richard en una mansión frente al lago de los Cuatro Cantones. A su alegría vino a unirse aquel profesor que veneraba como nadie al autor de Los maestros cantores de Núremberg.

Siegfried nació el 6 de junio de 1869. En la Navidad del 70, Wagner despertó a su mujer, legítima al fin, con una pequeña orquesta que había ensayado en secreto una obra para ella: el Idilio de Siegfried. La estampa, de 1913, está entre los miles de tarjetas publicitarias —hoy muy buscadas— del fabricante de extracto de carne Liebig. Explóralas aquí; y aquí está el Idilio en su versión original para 13 músicos.

En los cuatro años que vivieron en Tribschen, Nietzsche visitó a los Wagner en veintitrés ocasiones. Tenía incluso un cuarto reservado —la «habitación para pensar», solían decir—, y del joven escribe Cósima en su diario que «es sin duda el más significativo de nuestros amigos». En el compositor vio Nietzsche la encarnación del «genio» tal y como Schopenhauer lo había descrito, y Wagner halló el jornal de adoración y culto al que su entorno ya lo había acostumbrado: con él, aseguró Nietzsche en una carta, «me siento como en las proximidades de lo divino». El intercambio de ideas se refleja en el libro que cada uno de ellos proyectaba entonces: El nacimiento de la tragedia y Beethoven.

El papel de Cósima en el «idilio» sería también esencial. Cualquier borrador que Nietzsche escriba en ese tiempo pasará por sus manos, pero sus cartas descienden a la vez a nimiedades cotidianas, desde las monerías de los niños a los recados más triviales: caramelos, frutas confitadas —«no en almíbar, sino glaseadas»— telas, adornos navideños y otras baratijas que no había en Tribschen. Llega a enviarle una carta dirigida a un joyero de Dresde, pidiéndole que copie el texto y lo remita con su nombre y dirección, «pues me arriesgaría a que apareciese en el periódico que he hecho un encargo a un judío». Los Wagner pensaron incluso en confiar al filósofo la educación de Siegfried; y en 1875, debiendo emprender una gira de conciertos, Cósima pregunta si la hermana de Nietzsche sería tan amable de visitarlos antes de su salida y quedarse luego «haciendo las veces de madre». Todo ello revela una familiaridad entrañable y un tanto inquietante.

La casa alquilada por Wagner en 1866, convertida en museo en 1933. El afamado Festival de Lucerna se inauguró en su jardín en el 38, con un concierto dirigido por Arturo Toscanini. El programa incluyó, por supuesto, el Idilio de Sigfrido, «estrenado» siete décadas antes en la escalera de la mansión. Tienes aquí todos los datos sobre el edificio, incluyendo —entre otras— algunas fotos del concierto inaugural.

Pero nada dura para siempre. El distanciamiento comienza en abril del 72, cuando los Wagner se mudan a Bayreuth, donde han decidido emprender el gran proyecto de su vida: la construcción del teatro en el que —desde entonces— se interpretarán una y otra vez las obras del maestro. «Ahora Tribschen ya no existe», le escribe Nietzsche a un amigo. Pero la quiebra verdadera vendrá con la publicación —en 1878— de Humano, demasiado humano, una obra en la que Nietzsche se olvida de Wagner y formaliza la ruptura con su ideario. «No voy a leer el libro del amigo Nietzsche —dice Cósima—, que a primera vista parece extrañamente perverso». Wagner, por su parte, no tolera la irreverencia. Nietzsche ha muerto para él, pero el filósofo atacará —de forma más directa— otras dos veces en la década siguiente: El caso Wagner y Nietzsche contra Wagner aparecen en 1888.

Iniciado en mayo del 72 e inaugurado cuatro años después, el Festspielhaus —o Teatro del Festival— de Bayreuth fue diseñado por el propio Wagner para acoger la enormidad de su puesta en escena. Sin galerías ni palcos, tiene forma de abanico y la visibilidad es perfecta desde sus 1.925 localidades. Su foso —bajo techo y del todo oculto al público— puede albergar a 124 músicos. Sorprendía también al principio la oscuridad total de la sala durante el espectáculo. La modernidad del interior contrasta, además, con el barroquismo de la vecina Ópera del Margrave. El Festival de Bayreuth reúne cada año a una orquesta y coro propios que solo interpretan las óperas de Wagner. La excepción es la Novena de Beethoven, pieza con que se inauguró el evento en 1876 y que, por ello, se incluye a menudo en el programa. Aquí puedes leer la historia del festival; aquí se ofrece una visita virtual por todo el recinto.

Tenemos en España a un gran conocedor de la relación entre Nietzsche y los Wagner: Luis Enrique de Santiago Guervós, quien ha editado las cartas entre los dos genios —para la editorial Fórcola— y también las que Cósima envió al filósofo —para Trotta—. Son estas las que ahora me interesan. En su prólogo, nos habla Santiago de cierto encuentro de 1876 que pudo ser decisivo. Estando en Sorrento, Nietzsche tuvo la osadía de presentarle a Wagner a su amigo Paul Rée, filósofo judío del que ya les hablé en otra ocasión. Antisemita hasta la médula, el músico se lo tomó como un insulto; y, curiosamente, las cartas de Cósima se interrumpen en ese momento. ¿Se vengó Nietzsche en los siguientes libros de este olvido tan injusto? Es probable, pero me amarga especialmente la actitud «revisionista» que Cósima derrocha en otras cartas y diarios. Con óptimo criterio —pues la historia está incompleta sin ellos—, Santiago seleciona los fragmentos sobre Nietzsche.

Desde su llegada a Tribschen, Cósima recogió cada día los hechos y opiniones de su esposo. Sus 4.000 páginas pretendían ser la base con que continuar las memorias del compositor, que acaban cuando obtiene el patrocinio de Luis II de Baviera en 1864. Las notas de Cósima se extienden hasta la muerte de Wagner en el 83, y Siegfried estaba destinado a ser su custodio. Pero Eva —intrigante una vez más— se apoderó de ellas y las retuvo hasta 1935. En esa fecha las donó a la ciudad de Bayreuth. Eso sí: queriendo evitar que cierto archivero lo husmeara todo, se guardó veintiún cuadernos en una cámara acorazada de Múnich. Solo en la década de los 70 se pudieron editar, treinta años después —ni uno menos, según su expreso deseo— de la muerte de Eva. La dirección del Festival, asumida por Cósima en 1883, sí cayó en manos del benjamín de 1908 a 1930. En la foto, Cósima y Siegfried en los años 20.

¡Qué triste es revisar esos pasajes! «No acierto a decirle el efecto sublime que me produce su libro», le había escrito a Nietzsche tras leer El nacimiento de la tragedia en 1872; «me da una respuesta a todas las preguntas inconscientes de mi interior». Sus diarios de entonces elogian «la profundidad y la excelencia de sus ideas»; y registran además que a Wagner —según sus palabras, y aparte de su admirado Constantin Frantz— solo Nietzsche le había dado «un enriquecimiento positivo de mi punto de vista». Pues bien: en 1900, Cósima le escribe a Chamberlain —el yerno nazi, ya saben— que «el pobre [Nietzsche] estaba loco cuando yo le conocí». De no haber sido un enfermo —le dice a un biógrafo de Wagner—, «no sería más que un ser patético y horrible sin sensibilidad, arrogante y necio». En otra carta asegura que sus hijos «eran protocolariamente esquivos ante él» por su aire melancólico. Pero resulta que en el año 70 le escribía a Nietzsche que «en la habitación de los niños se guarda un recuerdo muy vivo de usted»; y hasta le cuenta que Fidi —el pequeño Siegfried, cuya educación pensaban confiarle— enfermó «al ver que usted no se había despedido».

En la primera imagen —de izquierda a derecha—, Cósima, Wagner, Liszt y Hans von Wolzogen en un cuadro de Wilhelm Beckmann (1882); como fondo, una sala de la casa familiar en Bayreuth. Al lado, los Wagner en una foto tomada en Viena en 1872, poco después de poner fin al «idilio de Tribschen».

Son solo unos ejemplos. En otros lugares suelta que Nietzsche «no tenía propiamente inteligencia, pero magnetizaba»; que en sus libros «todo era sangre extraña que le había sido trasvasada» —de Wagner sobre todo, por supuesto—; o que Zaratustra era una «obra estúpida hasta el disparate». Es una pena que, mientras algunos embellecen sus recuerdos por amor a los ausentes, la Dama de Bayreuth prefiriera enfangar la memoria del joven tan querido en otro tiempo. Tampoco Nietzsche se privó de repartir, pero un sincero sentimiento aflora en un borrador de febrero de 1883 salvado de milagro: «Así es como la veo hoy, y así la he visto siempre, aunque desde una gran distancia, a usted, como la mujer más venerada de mi corazón». Enloquecido ya, Nietzsche alimenta la leyenda al ingresar en 1889 en el sanatorio de Jena, donde dejó a todos helados al decir: «Mi mujer Cósima Wagner me ha traído aquí». Llevaban años sin cruzar una palabra.

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