«Alrededor agua y en medio infortunio». Con esta máxima, heredada en parte de la deportatio in insulam romana, en 1857 los rusos convirtieron Sajalín en una colonia penitenciaria. Los estrechos de Tartaria y La Pérouse separaban la isla de Siberia y de la japonesa Hokkaido, convirtiéndola —solo en teoría, pues el hielo la unía cada invierno a Rusia— en prisión inexpugnable para miles de hombres y mujeres. Allí, sometidos a trabajos forzados, los reclusos convivían con «colonos» —así llamaban a quien, cumplida su condena, era obligado a quedarse otra década—, con exconvictos mudados en campesinos al cabo de los años, con guardias y con una nutrida población indígena.

La isla de Sajalín mide 948 kilómetros, y solo 7 la separan de la Rusia continental en su punto más cercano. Su soberanía fue objeto de disputa desde el siglo XVII. Rusia y Japón firmaron el Tratado de Shimoda en 1855, apropiándose respectivamente del norte y el sur de la isla —e ignorando así las pretensiones de China, que tendría que renunciar del todo tras las Guerras del Opio—. Por el Tratado de San Petersburgo (1875), Rusia cedió a Japón las islas Kuriles a cambio del sur de Sajalín. La Guerra Ruso-Japonesa de 1905 volvió a dividir la isla, pero el Ejército Rojo invadió la zona japonesa en agosto de 1945, rompiendo la neutralidad acordada por ambos países en el 41. El actual óblast de Sajalín —rico en carbón, petróleo y gas— lo forman la isla homónima y las Kuriles, conquistadas también por la URSS en las mismas fechas. Haz clic aquí para leer más, y aquí para ver su aspecto en el presente.
Cuando Chéjov la visitó, en 1890, la isla tenía cuatro iglesias parroquiales, cada una con su coro y sus oficios los domingos y festivos. Los sacerdotes, remunerados con tres mil rublos al año, hacían las labores de cualquier cura de aldea. Aún se hablaba con frecuencia del padre Simeón de Kazán, titular de la iglesia de Aniva en los años setenta, cuando en el sur de Sajalín había poco más que compañías militares sin siquiera carreteras. «No tenemos campanas ni devocionarios —solía decir—, pero lo importante es que el Señor está en este lugar». El pope Semión, como todos lo llamaban, «pasaba casi todo el tiempo desplazándose de un grupo a otro, en trineos de perros o renos, y en verano en barcos de vela o atravesando a pie la taiga; sufrió los rigores del frío, se vio bloqueado por tormentas de nieve, sorprendido en camino por alguna enfermedad, acosado por los mosquitos y los osos; naufragó en los rápidos de los ríos y se hundió en el agua helada, pero sobrellevó todos esos contratiempos con singular abnegación». A menudo citaba el Evangelio en su palique alegre con soldados y oficiales: «A ojos del Creador, todos somos iguales», escribió en un documento.

Un par de fotos del reportaje de Chéjov, tomadas quizá por el propio escritor. Arriba, dos reclusos empujan la vagoneta minera ante la mirada de un guardián; abajo, el herrero ajusta los grilletes. Su estancia duró tres meses, en el verano y el otoño de 1890, y el texto se publicó por entregas en la revista Russkaya Misl —«Pensamiento Ruso»— entre 1893 y 1894. En el 95 vio la luz por fin en forma de libro, con algunas correcciones y cuatro capítulos nuevos. A pesar de ser una de las obras mayores del periodismo del siglo XIX, la primera versión española no llegó —que yo sepa— hasta 1998, gracias a Víctor Gallego; la editorial Ostrov la imprimió en Madrid antes de que Alba la llevara al gran público en 2005. Más detalles, aquí y aquí.
El pope era ya un personaje de leyenda, vástago de una línea cristiana que se remonta, al menos, hasta el líder religioso Avvákum Petrov. En 1652, Nikita Mínov —más conocido como Nikon— fue elegido por el zar para el más alto cargo de la Iglesia ortodoxa en Rusia: el de Patriarca de Moscú. Este «zorro» —así lo llama Petrov— se ganó el puesto «con sus maquinaciones y con un engañoso juramento», y pronto impulsó una reforma litúrgica que se acercaba a la práctica griega. El cambio no era grande en apariencia —santiguarse con tres dedos en lugar de dos, una palabra menos en el Credo, o incluso la largura de la barba—, pero afectaba en el fondo a la relación entre Iglesia y Estado, engrandecía más aún la autoridad capitalina, y distanciaba de la cúpula eclesiástica a una masa devota e ignorante para la que el ritual era tan intocable como la doctrina en sí. La reacción no se hizo esperar, y los raskólniki —o «cismáticos», defensores de la «vieja fe»— ganaron un buen número de adeptos en su rebeldía. Fueron salvajemente perseguidos, y hasta se sitió militarmente algún monasterio; pero el martirio no era ajeno a los ideales de los más rigoristas, y nunca se logró acabar con ellos. De hecho, sigue habiendo casi 500.000 viejos creyentes en el mundo, y se estima que unos doce millones de rusos lo eran a principios del siglo XX. Muchos se refugiaron en Siberia, y allí —en su caso, deportado y torturado— encontramos a nuestro Avvákum Petrov.

Juntar firmemente los dedos corazón e índice —por la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo— y unir las puntas de los otros tres —como símbolo de la Santa Trinidad— era el modo tradicional ruso de bendecir y persignarse. Nikon ordenó sumar —al modo griego— la punta del pulgar a los dos dedos estirados para evocar así la Trinidad, cambio que algunos rusos entendieron como una negación de la divinidad de Cristo. Mantener el rito original —como hace arriba el metropolitano Korniliy, cabeza de la actual Vieja Iglesia— se convirtió en todo un emblema de resistencia para los raskólniki. En su defensa, usaban siempre iconos y textos arcaicos, como el fresco del siglo XII que puedes ver abajo. Aquí puedes leer más sobre los «viejos creyentes»; aquí, sobre el significado de la mano en la Iglesia ortodoxa; y aquí, sobre la inmolación y el martirio.
Con su habitual valentía, la editorial Automática tradujo en 2019 la Vida del protopope Avvákum, escrita por él mismo en varias versiones entre 1672 y 1675. La labor de Fernando Otero Macías es más que bienvenida, pues se trata de la piedra angular del cisma y, también, de uno de los textos más relevantes de la escritura rusa anterior a Pushkin. Avvákum lo escribió a instancias del monje Epifani, compañero de prisión y guía espiritual que lo acompañó hasta la muerte. Narra el calvario del protopope —una especie de arcipreste ortodoxo— en su cruzada por la fe verdadera: «Esto es lo que yo creo, esto es lo que profeso, con esto vivo y muero». Encadenado y humillado en público, Petrov fue desterrado con su mujer e hijos a la provincia de Arcángel, de donde pasaría a Siberia —llegando incluso a la remota región de Dauria, a 8.000 kilómetros de la capital—. Además de la crudeza del propio viaje al exilio —los ríos helados, la carroña rechazada por los lobos como único alimento—, los leales a Petrov sufrieron prisión subterránea, ahorcamiento y hasta la amputación de la lengua y las manos. Él mismo sería finalmente quemado en 1682.

Dos momentos emblemáticos. Arriba, Avvákum y Epifani arden ante una multitud el 14 de abril de 1682. La pintura es de 1897 y el artista fue Piotr Myasoiédov. Abajo, el destierro —en 1671— de la influyente boyarda Feodosia Morózova, recreado en 1887 por Vasili Súrikov. Nótese el gesto en su mano derecha —y en la de algún observador—, alzada con los cinco dedos en correcta posición. Seguidora del protopope y monja en secreto, la aristócrata murió de hambre junto a su hermana Eudoxia y su amiga María Danilova, tras cuatro años de encierro en un sótano de San Pafnucio. Pincha aquí y aquí para informarte sobre ambos.
Pero el libro no sería un clásico cristiano si, entre tanta penuria, no triunfaran la fe y la esperanza: «Este tormento no nos viene del zar, sino de nuestros pecados; Dios le ha dado al diablo permiso para atormentarnos, a fin de que, puestos a prueba, podamos evitar la prueba eterna. ¡Por todo sea alabado Dios!». Y, para acabar de reafirmar a los lectores perseguidos de su tiempo, tampoco faltan exorcismos, sanaciones y otros milagros. Como el del buen sacerdote Lázar, que no dejó de proclamar la verdad cuando le cortaron la lengua «desde la garganta»; y cuya mano cercenada, «yaciendo en tierra, unió por sí sola los dedos según manda la tradición, y así estuvo largo tiempo frente al pueblo, profesando, ¡la pobre!, incluso en la muerte, la señal del Salvador, sin alteración».

También pasa por Siberia —aunque su presencia es secundaria— el narrador de El peregrino ruso, otro clásico anónimo escrito hacia 1859. «Orad sin cesar»: tras oír en la iglesia estas palabras de san Pablo, el peregrino emprende un solitario viaje en busca del secreto de la oración continua: «Cómo es posible orar sin cesar, cuando debemos ocuparnos de tantas cosas para ganarnos el sustento diario». Con la ayuda de un stárets —o guía espiritual— y de la Filocalia —colección de textos sobre la vida contemplativa escritos entre los siglos IV y XV—, recorrerá infinidad de caminos perfeccionándose: «No tengo preocupaciones, nada me causa pesar, nada de lo externo me atrae. […] ¡Solo Dios sabe lo que está haciendo en mí!». En la foto, un peregrino en un estudio de Iliá Repin (1881). Infórmate aquí sobre el libro o lee aquí sus dos partes en español.
«Por la gracia de Dios soy hombre y soy cristiano; por mis actos, un gran pecador; por vocación, un humilde peregrino de la más baja condición, que no tiene domicilio fijo y vive siempre errante». Así comienza El peregrino ruso, un libro vinculado al hesicasmo —o búsqueda de la unidad con Dios a través de la soledad y el rezo interior—. El viajero, real o pretendido, llegó a Siberia convencido de que en sus bosques y llanuras «encontraría más silencio y podría entregarme más cómodamente a la lectura y la oración». Pero prefiero cerrar estas notas con una obra que hoy me viene de perillas: Los viejos creyentes, de Vasili Peskov —publicado en 1990 y traído a España por Impedimenta—.
En el verano de 1978, un avión ruso buscaba dónde aterrizar en las montañas de Jakasia, no muy lejos de Mongolia y Kazajistán. Su objetivo era desembarcar a cuatro geólogos que explorasen un yacimiento de hierro descubierto hacía poco, pero el piloto no daba crédito cuando vio que el único claro en las laderas era —sin lugar a dudas— un huerto. Una mirada más atenta confirmó que, a 250 kilómetros de cualquier localidad, alguien habitaba dos cabañas en la hermética taiga. Poco después, y ya asentados a cierta distancia de allí, los geólogos entablaron con la familia Lykov lo más parecido a una amistad que le estaba «permitido» a semejante forma de vida: Karp Ósipovich —de 83 años— y sus hijos Savín, Natalia, Dmitri y Agafia —de entre 39 y 56—, se afanaban solo en «oraciones, lecturas de libros litúrgicos y una auténtica lucha por subsistir en condiciones casi primitivas». Y mejor aún: llevaban más de cuarenta años haciéndolo, en completo aislamiento. Mis lectores lo han adivinado: eran beguny, miembros de la facción más radical de los viejos creyentes, convencidos de que «huir y ocultarse» era la única forma de salvación: «La amistad con el mundo es la enemistad con Dios». Los padres de Karp habían ido adentrándose en Siberia, igual que otros raskólniki, en la década de los 30, huyendo de la presión bolchevique que quería integrarlos en su plan colectivista. La familia se fue apartando más y más, hasta que —desde principios de 1946— su soledad se hizo absoluta. La madre murió de hambre en el crudísimo invierno del 61, y los hijos menores —nacidos ya a orillas del Abakán— no conocían más que a sus parientes.

Cuando Peskov visitó a los Lykov, solo Agafia y su padre vivían aún. Los demás habían muerto uno tras otro el otoño anterior. De sus conversaciones saldrían los textos impresos por Komsomólskaya Pravda en 1982. Los artículos se editarían juntos un año después, y serían ampliados en la versión definitiva de 1990. El reportaje de Peskov cambió la vida de la pareja: en 1986, la invitación de unos parientes —aceptada contra el deseo del padre—, reveló el mundo por primera vez a Agafia; y en el 89 —ya sola del todo, pues Karp murió mientras dormía un año antes— probó un monasterio de la vieja fe, pero eligió volver a la taiga. A día de hoy, es octogenaria y toda ayuda es poca; su cabaña, donada por un millonario, es nueva y luminosa. Se asoma en contadas ocasiones, para ir al médico o ver a familiares. Pincha aquí y aquí para leer más.
La fortaleza de la fe conmueve, pero a la vez aterra la constancia del fanático. Pasados tres siglos, los Lykov aún insultaban al «licencioso» zar Pedro I —«Todo empezó por su culpa»— y escupían si se nombraba en su presencia al viejo Nikon; pero la fe también los amparó, vivos y unidos durante cuarenta años, en el último rincón del planeta. La taiga era «su única vecina, su enemiga y amiga». Cazaban, pescaban, recogían frutos; pero el mayor aliado fue siempre su huerto de patatas. Esto me divierte y me hace pensar: curiosamente, la patata había entrado en Rusia desde Europa por deseo de Pedro I; y, como toda innovación, «esa planta múltiple del diablo» fue rechazada por los raskólniki de antaño. Lo supieran o no, los beguny vivían gracias a una aportación de su enemigo. Y es que hasta el fanático puede enseñarnos algo. Empecemos adoptando las buenas ideas de los que odiamos, y quién sabe si por esa vía llegaremos más allá que los Lykov y olvidaremos además el odio. Lo necesitamos, si queremos seguir vivos y unidos en este suelo cada día más inhóspito.