Flaubert y su hermano mayor se llevaban ocho años. Entre uno y otro, sus padres habían perdido a otras tres criaturas, pero primero Gustave y luego Caroline —nacidos en 1821 y 24— consolaron al matrimonio de una pena demasiado común en esos días. En 1846, Caroline y su padre morirían en solo dos meses, así que la señora Flaubert no quería oír hablar de una aventura que podría robarle también a Gustave. El médico de la familia logró convercerla, y el joven pudo así cumplir un sueño de infancia y visitar Egipto. Hasta entonces, el autor había roto tres veces su radical sedentarismo: en 1840 hizo un viaje por los Pirineos, el sudeste de Francia y Córcega; otro por Italia en 1845; y un tercero a la Bretaña en 1847. Nada que ver —en ambición— con un proyecto que, además del país de los faraones, incluiría Palestina, Líbano, Rodas, el Asia Menor, Constantinopla, Atenas e Italia.

Itinerario del viaje oriental de Flaubert. Su objetivo principal era Egipto, donde estuvo desde octubre de 1849 hasta julio de 1850. Pasó también varios meses —de julio a octubre del 50— en Palestina y el Líbano, mientras que las visitas restantes serían más breves. Flaubert volvió, por supuesto, rico en experiencias; pero además trajo en mente la idea de escribir Madame Bovary. El nombre lo tomó de un tal Monsieur Bouvaret, actor en otro tiempo de una compañía provinciana, que dirigía entonces el hotel que lo albergaba en El Cairo. Tienes mucha información sobre este iniciático viaje aquí y aquí.
Madre e hijo se despidieron en octubre de 1849 y no se verían de nuevo hasta junio del 51, pero el envío de cartas fue constante. El Viaje a Oriente, inédito hasta 1910, es un libro distinto a otros de Flaubert. Transmite una sensación improvisada, y el profeta de le mot juste —la palabra exacta— parece limitarse aquí a tomar unas notas sobre la marcha. Aburre con frecuencia, pero refresca oír al preciosista describiendo a una muchacha de «carnes duras, culo de bronce, coño afeitado, seco aunque graso»; levantar con él las cejas al ver pasear por El Cairo a un morabito desnudo, «con un sombrero en la cabeza y otro en el pito»; o leer sobre dos estudiantes de Damasco, que a sus doce años «se daban por el culo a la puerta del convento». Durante mucho tiempo se pensó —con cierta razón— que Flaubert se contagió de sífilis en los burdeles orientales, pero sus cartas a Maxime Du Camp revelaron que arrastraba el mal desde hacía al menos cuatro años.

La Puerta Dorada es la más antigua de Jerusalén. Fue construida por los omeyas —siglos VII y VIII— en el lugar donde en tiempos bíblicos se alzaba la Puerta de Susa. Según la tradición judía, el Mesías la usará para entrar en la ciudad; y por eso ordenó su cierre Solimán el Magnífico en 1541. No se ha abierto desde entonces, y un cementerio se instaló en el exterior para que la impureza evitara el paso del Mesías. La foto es de Maxime Du Camp, amigo y compañero de Flaubert durante el viaje. Fue él quien se encargó de los preparativos y se hizo con unas cartas oficiales que justificasen la presencia de los dos en Oriente. Aquí puedes ver una galería de sus imágenes, y la Biblioteca Nacional francesa ofrece aquí dos álbumes con las 170 que tomó en Egipto, Nubia y Siria. Lee más aquí sobre Du Camp o mira aquí más fotografías de la Jerusalén del XIX.
Pero es Jerusalén lo que interesa hoy, y tampoco allí decepciona este joven Flaubert: «Entramos por la puerta de Jaffa —dice— y me tiro un pedo al traspasar el umbral, muy involuntariamente; hasta a mí me ha molestado este volterianismo de mi ano». Frivolidades aparte, el ácido rigor del realista contrasta brutalmente con los románticos de la anterior generación. Escribe Flaubert que la ciudad le parece un «osario fortificado» donde «se pudren silenciosamente las viejas religiones». Transmite «una tristeza enorme», y hay detalles de «un mal gusto asqueroso»: «¡Qué falso es todo esto! ¡Cómo mienten! ¡Qué untado, chapado y barnizado está [el Santo Sepulcro], y hecho para la explotación, la propaganda y la clientela!». El templo más famoso del planeta es «la reunión de las maldiciones recíprocas», y solo el pachá otomano puede custodiar sus llaves, pues, «de no ser así, las sectas se masacrarían». Viendo este odio entre cristianos, que también describirá Mark Twain, a Flaubert no le extraña que algunos vuelvan de allí tan defraudados como Lutero regresó de la Roma papal.

Entrada a la iglesia del Santo Sepulcro, en imagen tomada por Maxime Du Camp. Consagrada en el año 335, fue destruida y reconstruida varias veces hasta su estado actual. Tiene varias partes, entre las que destaca la tumba como tal —vacía desde la resurrección de Cristo— y el Gólgota o Calvario —sobre el que se construyeron dos capillas—. Los arqueólogos —claro está— discuten la ubicación de estos «Santos Lugares». Puedes leer más aquí.
Menos de dos décadas antes, Alphonse de Lamartine contemplaba Tierra Santa desde una colina cercana: «La impresión fue grande, sublime y profunda». Había salido de Francia en julio de 1832, acompañado por su esposa y su única hija. La niña —de solo once años— cayó enferma en Beirut, así que el poeta siguió el viaje en solitario. Llegó a Jerusalén a finales de octubre, y ni los forajidos árabes ni la peste lo apartaron de un objetivo anhelado desde siempre. Viendo Judea, «se necesita ser ciego o tener absoluta falta de fe para no reconocer un destino providencial o especial». Critica también —por supuesto— las disputas entre facciones cristianas, así como «la falta de instrucción, la ociosidad y el hastío» que infestan la vida monástica; pero todo brilla en «aquella bendita tierra», y sus conventos «son verdaderamente una excepción por la utilidad que ofrecen» al peregrino y las «virtudes cristianas» que adornan a sus moradores.
Y no es menor el trecho que separa a Flaubert de Chateaubriand, que partió hacia Oriente en julio de 1806. Quería conocer los escenarios de Los mártires, un relato apologético sobre la persecución de los cristianos en tiempos de Diocleciano, ya escrito entonces en su mayor parte y que se editaría en 1809. Llegó a Tierra Santa cruzando Italia, Grecia y Turquía, para volver al cabo de diez meses por Egipto, Túnez y España. Su libro De París a Jerusalén —como el Viaje a Jerusalén de Lamartine— se lee en castellano gracias a Ediciones del Viento, aunque debe aclararse que ambas versiones, rescatadas del siglo XIX, incluyen solo una porción de los textos originales.

Esta ilustración para el primer libro de Los mártires se puede ver hoy en la casa de Chateaubriand en Châtenay-Malabry. Muestra a Eudoro devolviendo a Cimodocea a su padre Demódoco, tras hallarla perdida en los bosques del Taigeto. El argumento de esta «epopeya en prosa» inspiró al menos a dos artistas españoles. En 1860, Antonio del Castillo y Aguado pintó Eudoro dormido en el bosque, poco antes de encontrarle Cimodocea, obra perdida de la que no se ha conservado imagen. En 1884, José Bernardo Mateos eligió el final de la obra para su Eudoro y Cimodocea en el anfiteatro, que presenta a los protagonistas y a otros cristianos a punto de ser víctimas de las fieras. Haz clic aquí para saber más de estos cuadros; aquí, para ver el de Mateos.
El de Chateaubriand es el libro de un intelectual que se ha preparado a conciencia: conoce a fondo la historia de Jerusalén y ha leído infinidad de descripciones y «compilaciones rabínicas», pero aun así se siente vencido al llegar: «Me quedé mirando fijamente a Jerusalén y contemplando la altura de sus murallas y acordándome de toda la historia desde Abraham hasta Godofredo de Bullón, y pensando en la suerte del género humano enteramente cambiada por la venida del Mesías». Dos comunidades lo conmueven más que otras: los religiosos cristianos —«débil pero invencible milicia que ha quedado sola para la guardia del Santo Sepulcro, que no pudieron defender los reyes», cuya bondad contrasta con «salvajes casi en cueros y musulmanes sin fe alguna»— y los judíos, sumidos en la miseria y odiados por todos mientras «aguardan, siempre oprimidos, un rey que los saque de la opresión». Aquí levanta uno la mirada y piensa un instante en las idas y venidas de la historia.
Como es habitual en lecturas así, el momento decisivo le llega a Chateaubriand en la iglesia «más digna de veneración de toda la tierra»: «Acababa —anota— de recorrer los monumentos de Grecia, y estaba aún admirado de su grandeza, pero ¡cuán lejos estaban de producir en mí el asombro que sentía al ver los Santos Lugares!». En el Sepulcro, «solo contemplé mi miserable y flaca naturaleza».

Un grupo de peregrinos reza en la primera estación de la Vía Dolorosa —en Jerusalén—, bajo la atenta mirada de soldados otomanos. La imagen se tomó en 1910. Aquí tienes cientos de fotos relacionadas con el viaje a Tierra Santa a finales del siglo XIX y principios del XX. Pincha aquí para ver una lista de relatos de visitas a Palestina en todos los tiempos.
¡Qué cambio, amigos, entre el 1806 de Chateaubriand y el año 50 de Flaubert! En menos de medio siglo, la veneración y el respeto de quien se siente minúsculo ante Dios —o ante la historia, si así lo prefiere mi lector actual— han cedido ante un cínico sarcasmo que roza la irreverencia. Yo soy ateo, como saben; pero me apena que los nobles sentimientos —y la humildad y el homenaje a la virtud y el bien lo son— caigan primero en la apatía y finalmente en la burla. En Nazaret, Lamartine besó la tierra y la empapó «con lágrimas de arrepentimiento, de gratitud y de esperanza, uniéndolas a tantas como ha visto derramar y a tantas como ha enjugado, para pedirle un poco de verdad y de amor». Pero dijo también que «es desgracia de los hombres dañar todo cuanto tocan». Así hemos ajado la idea del arte, la moral y hasta la democracia. Les hemos perdido el respeto, y el cuesco de Flaubert se nos escapa al agacharnos y besar su suelo. Pero «no desesperemos jamás de la salud de los pueblos —citando a Chateaubriand—. Gimen ahora los verdaderos cristianos por la general tibieza en la fe, pero ¿quién sabe si Dios no ha sembrado ya, en un desconocido campo, el grano de mostaza que debe multiplicarse hasta lo infinito?». Olvidemos la religión, si es lo que el cuerpo nos pide, mas no perdamos el arrobo y la fe en la grandeza. Embriáguense —como el poeta— «de vino, de poesía o de virtud», cada uno a su manera; pero no dejen que muera la embriaguez.