El aluvión de rescates con que el centenario de 2014 llenó las librerías dejó claro que la literatura de la Primera Guerra Mundial no es menor ni peor que la de la Segunda. Sigue lejos —eso sí— de alcanzar la omnipresencia de los nazis en películas y series. Y es que al lector curado de espanto los libros del 14 no lo agitan como los del 39. Si aquellos recogían asombrados los avatares de la guerra moderna —la de los tanques y el fuego graneado, las minas y los gases venenosos—, los otros no pudieron ya ignorar que el drama de su siglo era menos bélico que humano, demasiado humano. Les he hablado muchas veces de las «hazañas» de Hitler y Stalin con los artistas; dejen, pues, que recuerde también alguna historia de aquella Gran Guerra que hizo que nada volviera a ser lo mismo. Hoy, y ya que he empezado comparando, les hablaré de un soldado por contienda: las «vidas paralelas» de los ingleses Wilfred Owen y Keith Douglas.

A la izquierda, Keith Douglas en el frente africano hacia 1942. Al lado, su tumba en el cementerio de guerra de Tilly-sur-Seulles, en Normandía, donde yace junto a 989 soldados de la Commonwealth y 232 alemanes. Aquí puedes informarte sobre él; aquí y aquí tienes dos guías fotográficas de los principales cementerios de las guerras mundiales.
Douglas me gana para su causa en la primera página, donde presenta su libro —De El Alamein a Zem Zem— como las memorias de un esteta en el frente. Poco afectan las arengas de «financieros y parlamentarios» al que mira la batalla «igual que uno de provincias asiste a un gran espectáculo o un niño recorre una fábrica»: fascinado por turbinas y engranajes, lo de menos son sus causas y sus fines. Douglas no puede evitar admirar en la guerra «algo decorativo, poético o dramático». Me quedo con un párrafo «a lo Whitman»: «Resulta emocionante y asombroso ver a miles de hombres, muy pocos de los cuales tienen un atisbo de por qué luchan, pasando penalidades, viviendo en un mundo antinatural, peligroso, aunque no del todo terrible, teniendo que matar y ser muertos y, con todo, a ratos conmovidos por un sentimiento de camaradería hacia los hombres que los matan y a quienes ellos dan muerte, porque están sufriendo y experimentando las mismas cosas».

El mariscal Erwin Rommel —arriba— llegó al norte de África en febrero del 41 y remedió las derrotas italianas en Libia. En junio del año siguiente, tomó la arriesgada decisión de avanzar hacia Egipto en persecución de las tropas británicas vencidas en Gazala. Así marchó hasta El Alamein, a unos 240 kilómetros de El Cairo, donde perdería dos batallas decisivas entre julio y noviembre del 42. Abajo, el comandante inglés Bernard Law Montgomery, que había sustituido a principios de ese año al general Claude Auchinleck como responsable de la zona. Sería ascendido a mariscal de campo y nombrado primer Vizconde de El Alamein por su papel en la victoria aliada. Aquí y aquí tienes artículos sobre las dos batallas, con abundantes fotos históricas.
No es de extrañar que a Douglas —alistado en 1939 y trasladado a Oriente Medio en el 41— solo le bastara la vivencia plena: dedicado siempre a labores de formación y entrenamiento, se sentía inútil sin cruzar «el espejo que siente el hombre que va a entrar en combate». Tal vez les suene al heroísmo fanfarrón de un veinteañero, pero cambiarán de idea cuando sepan lo que vino después. Harto de hacer el paripé en la retaguardia durante ocho meses, «derrochando dinero y combustible del gobierno», Douglas decide escapar en camión del cuartel general y presentarse ante el coronel en la primera línea. Lo único que teme es no ser aceptado. Si eso sucediese, no pensaba volver a su puesto: se fugaría por carretera a Palestina «para divertirme —escribe— hasta que me capturaran y sometiesen a consejo de guerra»—; pero sus papeles falsos fueron bien recibidos. Así empezaba su aventura en El Alamein —Egipto—, la batalla que supuso un punto de inflexión para el ejército británico, vapuleado hasta entonces moralmente por una derrota tras otra: «Me gusta usted, señor —le dijo un ordenanza al conocer sus intenciones—, va usted a por todas, y le importa un huevo».

La importancia de El Alamein en el norte de África se ha equiparado a veces con la de Stalingrado en el frente oriental. Arriba, prisioneros italianos son cercados con alambre de espino en noviembre de 1942; abajo, por esas mismas fechas, un alemán herido hallado en el desierto es custodiado por un soldado británico. Como casi todos los episodios de la II Guerra Mundial, la derrota del Afrika Korps ha dado pie a infinidad de estudios y recreaciones: aquí y aquí puedes ver un par de películas de 1969 y 2002; aquí y aquí, dos de los documentales sobre el tema; aquí tienes un extenso artículo en nuestro idioma; y aquí, traducciones de algunos poemas de Keith Douglas. También puedes ampliar las fotos.
Desde aquel bautismo guerrero, pasarían dos años hasta la muerte de Douglas. Pero su fin estaba escrito: él mismo vaticina que, aquella madrugada del 24 de octubre de 1942, cambió con su fuga «una existencia imprecisa y general por otra simple y particular… y acaso corta». Tres días después del desembarco en Normandía —del que formó parte—, al poeta lo alcanzaba el fuego de mortero cerca de Bayeux. Tenía 24 años y dejaba atrás una obra poética poco leída en nuestros días y este relato de su estancia en África, bellamente editado —como siempre— por Reino de Redonda. Lean allí la historia del soldado que, al ver cómo un avión deja caer, «lenta y grácilmente», «un chubasco aislado, una sucesión de gotas brillantes», las sigue embelesado con la vista antes de pensar en su objetivo y olvidar la belleza de las bombas en el cielo.

Esta imagen, tomada en 1915, resume el impacto social y emocional que la Primera Guerra Mundial tuvo en Gran Bretaña. El fervor se adueñó de la juventud, que se alistó masivamente para reducir la inferioridad de su ejército frente al alemán —cinco veces mayor—. Muchos estuvieron entre las 880.000 víctimas británicas de la guerra —un 6 % de los varones adultos del país, que reclutó incluso a 250.000 menores—. 12 de cada 100 movilizados no volvieron; entre los oficiales, la cifra llegó a 22; para los jóvenes fue mayor aún. A los diez años de la victoria, 2.500.000 hombres recibían pensiones por heridas de guerra —un 40 % de los veteranos—, y 65.000 requerían aún tratamiento mental. A esa «generación perdida» pertenecían los llamados war poets: Wilfred Owen, Rupert Brooke, Edward Thomas o Isaac Rosenberg. Más aquí, aquí o aquí.
Hasta cuatro editoriales —Funambulista, Acantilado, Linteo y Gallo de Oro— se han acercado en los últimos años a las poesías de Owen, el más leído y emblemático de aquellos war poets que se unieron al ejército británico con la vida apenas comenzada. Owen se alistó, con 22 años, en 1915. Hasta entonces, se había ganado el sustento enseñando idiomas en la Berlitz School de Burdeos —la misma que diera trabajo, aunque en la Italia austrohúngara, a James Joyce—. En esas fechas, Owen era el clásico chaval entusiasmado ante la idea heroica del combate. No podía imaginarse que un tiempo después seguiría el devenir de los hechos desde un hospital militar de Edimburgo, donde superaba una neurosis de guerra. No era para menos: en el frente, Owen fue volado por el fuego de mortero, yendo a caer directamente sobre los restos de un compañero; y poco después, pasaría días atrapado en una trinchera alemana. Al menos su dolencia le hizo conocer al también poeta y soldado Siegfried Sassoon, al que habían preferido enviar al hospital en lugar de juzgarlo por su peligroso pacifismo. De él les hablaré otro día; baste decir aquí que el encuentro cambió la vida de Owen —«incluso siendo corta», así se lo hizo saber en su primera carta— y que entre ellos nació una amistad en la que algunos han visto un amor. Wilfred se reincopora cuando el conflicto acaricia su fin; de hecho, a nuestro héroe lo alcanza un disparo en la cabeza siete días antes de la paz. La noticia de su muerte le llegó a su madre el mismo día del Armisticio.

Arriba, Wilfred Owen de uniforme en 1916. Abajo, la catedral de Coventry en noviembre de 1940. El día 14, más de 500 aviones alemanes azotaron la ciudad durante doce horas. El bombardeo mató a 568 personas y destruyó 4.000 viviendas. Dos de cada tres edificios sufrieron daños. Las ruinas se incorporaron a la nueva catedral, consagrada en mayo de 1962. Para la ocasión, Benjamin Britten compuso el famoso War Requiem, que mezcla el texto de la misa con poemas de Owen. Buscando un símbolo de paz y unión, los solistas debían ser el tenor inglés Peter Pears —pareja de Britten que estrenó, además, casi toda su música vocal—, la soprano rusa Galina Vishnévskaya y el barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau; pero el gobierno soviético no permitió la salida de Galina, que fue sustituida in extremis por la norirlandesa Heather Harper. Escúchalo aquí, dirigido por el compositor en 1964. Lee aquí y aquí sobre Owen y la catedral.
Su legado es, en palabras de Sassoon, «breve pero poderoso»: un puñado de versos tan hermosos como crudos —«Sobre todo, lo que no me interesa es la poesía. Mi tema es la guerra y la pena de la guerra», escribe en su prefacio—, que servirían a Benjamin Britten como letra para su Réquiem de guerra. Allí encontrará el lector esa belleza humana que después conmovería a Douglas: «He oído música entre el estruendo del combate / y he hallado paz donde las bombas escupían fuego». Pero en ningún momento olvidará el horror de lo que allí se vive: ante los gritos de pánico que anuncian el ataque con gas, los soldados de manos temblorosas se apresuran a cubrirse con sus máscaras —«¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido todos!»—; pero a uno le falta un instante: «Si pudieras oír con cada sacudida / cómo sale la sangre de su pulmón enfermo, / obscena como el cáncer, amarga como el vómito / de incurables heridas en lenguas inocentes, / amigo, no dirías entusiasta / a los muchachos sedientos de una ansiosa gloria / esa vieja mentira: Dulce et decorum est / pro patria mori».