Durante los festejos por la coronación de Nicolás II, el pueblo llano —atraído por la esperanza de dinero y otros dones— se concentró en los campos de Jodynka, a las afueras de Moscú. A la capital llegaba el joven zar para recibir las bendiciones de la Iglesia; no podía imaginar que una avalancha humana provocaría la muerte de 1.300 personas, y que sería acogido por una alfombra roja de cadáveres y heridos. Muchos vieron en aquel 30 de mayo de 1896 un funesto presagio: veinte años después, en la madrugada del 17 de julio de 1917, el zar y su familia, junto con algunos sirvientes, fueron ejecutados por los bolcheviques en un sótano de Ekaterimburgo. Terminaba así la dinastía de los Románov, y con ella un mundo de opulencia que puede apenas atisbar quien visite los palacios —hoy museos— de las familias más pudientes.

Nicolás y Alejandra Románov posan con sus hijos en Crimea (1913). Alekséi, el menor, era el frágil heredero. Los rumores sobre su supervivencia y, más aún, la de su hermana Anastasia —abrazada a él en la foto— propiciaron que al menos diez mujeres afirmaran ser la Gran Duquesa. La polaca Anna Anderson fue la más popular desde que, en 1920, ingresara en el psiquiátrico de Dalldorf como Fräulein Unbekannt —«Señorita Desconocida»—. Lee aquí su historia; también puedes ampliar la imagen o conocer aquí a otros falsos Románov.
De uno de aquellos nobles —el más rico de todos— quiero hablarles ahora. Y no por haber sido, tras la muerte en un duelo de su hermano mayor, el heredero de una de las mayores fortunas de Europa; ni por ser esposo homosexual de la sobrina del zar; ni siquiera por haber alternado en su vida el misticismo con juergas libertinas en compañía de muchachos de buen ver. Si hoy me interesa el príncipe Yusúpov, es por ser su figura un emblema del universo que cayó con la Rusia del 17, por haber sido pieza central en el asesinato del monje Rasputin, y por habernos dejado dos libros —unas memorias y un relato de su crimen—, rescatados por Alba y Nevsky Prospects.
Con la llegada de los sóviets y su «poder diabólico», el príncipe y su familia salieron huyendo con lo que pudieron rescatar —suficiente, eso sí, para toda una vida de lujo en el París del momento y para convertirse en padrinos de la comunidad emigrada; esa de la que Chaves Nogales hablaría en Lo que ha quedado del imperio de los zares, un clásico del periodismo hispano publicado en 1931—. Desde el exilio, Feliks Yusúpov recuerda en sus textos el esplendor de un régimen calumniado, según él, por los embustes de los primeros emigrados políticos. Caído el gobierno del zar «por culpa de criminales repugnantes», se produjo —dice el conde— la mayor emigración de la historia: «¡Cuánto horror ha soportado nuestra patria, cuántos millones de vidas han perecido en ella, cuántos monumentos de la cultura han sido destruidos!».

El palacio Moika, una de las 57 mansiones de los Yusúpov hasta su exilio. Tras la Revolución, el edificio se transfirió al Comisariado de Educación. El actual museo, además de recrear con figuras de cera el asesinato de Rasputin a finales de 1916, exhibe los lujos de la realeza rusa. Las más de 40.000 obras de arte que lo adornaban fueron nacionalizadas por los bolcheviques, pero el palacio sigue mostrando sus excesos. Entre ellos destaca el teatro privado de estilo rococó. Amplía la foto o haz clic aquí para ver otras estancias.
Pero poco se diría de Yusúpov sin Rasputin. La fama del llamado «monje loco», especie de místico mujik y curandero, llegó a oídos de la familia real, desesperada en esas fechas por la hemofilia del heredero Alekséi. Llamado a palacio, el monje logró —gracias al milagro, la hipnosis o el azar— que la salud del zarévich mejorase, iniciando así una relación íntima con la familia e influyendo al fin en sus mayores decisiones. Tal situación no tardó en despertar inquietud en los acólitos del rey, que se veían en manos de un santón acusado, para colmo, de ser un espía al servicio de Alemania. La suerte estaba echada: Yusúpov y su amigo Dmitri —primo del zar y también libertino—, en colaboración con un diputado de la Duma, idearon la trama que acabaría con el monje.

El zar bailando al ritmo de Rasputin (1910). El monje lucía una mirada inquietante y su discurso era elíptico y casi oracular; a esos encantos se unía un origen siberiano que le hacía genuinamente ruso. Eso no le salvó, con la llegada de la guerra, de ser acusado de espía encargado de despertar la sangre alemana que llevaba la zarina. Haz clic aquí para leer sobre su influjo en la familia real.
La cosa no fue fácil, pues acceder a Rasputin costaba tanto como ver al propio zar. Pero Yusúpov se ganó su confianza —hay quien dice que el monje le atraía; otros piensan que fue este el que trató de seducir al conde— y le invitó a su palacio junto al Neva. Allí se ambientó un sótano donde Yusúpov y el místico —que tampoco hacía ascos a un sarao— compartieron cena y charla, ambas endulzadas por pastelitos con cianuro suficiente para matar a un dinosaurio. Pero Rasputin, descrito por el príncipe como un gigante, no caía —se dice que se había inmunizado poco a poco para evitar la traición del veneno—; y Yusúpov, cansado de esperar, le acabó descerrajando un tiro a quemarropa. Cumplida por fin la misión, sus compinches le ayudaron a lanzar el cuerpo al río; y parece que, según la autopsia, el monje aún tuvo tiempo de morir ahogado —de hipotermia, dicen otros—. Cuenta con gracia Luis Antonio de Villena que, con Rasputin en el suelo, Yusúpov y Dmitri aprovecharon la ocasión para palpar el formidable falo —hoy conservado en formol— que, según las malas lenguas, granjeó al monje tantas devotas como su más pío discurso.

Joven bebedor y tal vez incluso ladrón de caballos, Rasputin dejó a su mujer e hijos para pasar un tiempo en un monasterio de Verjoturie. El stárets Macario —un sabio del lugar— parece haber ordenado su confusa espiritualidad; vaga desde entonces como peregrino y quizá se integra en los «flagelantes», grupo defensor del sufrimiento y aficionado a los ritos orgiásticos. Su hija María —en la izquierda de la foto— demandó a Yusúpov después de que este publicara su relato en 1928, pero la causa se cerró sin indemnización. Ella se ganó la vida como artista de circo y cabaret, donde domaba animales con su «mirada rasputiniana» y bailaba un número sobre la muerte de su padre. María escribió tres libros sobre Rasputin antes de morir en Los Ángeles a los 79. Pincha aquí o aquí.
A aquella noche de diciembre de 1916 debe Yusúpov la fama, tanto que su palacio petersburgués —hoy restaurado y abierto al público— acoge en sus bodegas las figuras de cera de Rasputin y su verdugo alrededor de una cena mortal. No sé si al conde le habría defraudado ver su servicio a la patria —así lo juzgó siempre— reducido a atracción de turismo y souvenir. De lo que no hay duda es de la decepción que Yusúpov sintió al ver que el país, libre de su «genio maligno», no retomaba el hollado camino sino que prefería cortarlo para siempre: «Creíamos que Rusia estaba salvada y que al desaparecer Rasputin se abría para ella una nueva era; creíamos que encontraríamos apoyo por doquier y que las personas próximas al poder, liberadas de ese granuja, se unirían en armonía y trabajarían enérgicamente. ¿Podíamos entonces suponer que esas personas, a quienes la muerte de Rasputin había dejado las manos libres, acogerían lo sucedido y sus obligaciones con una frivolidad tan criminal?». Feliks Yusúpov —conde Sumarókov-Elston— murió en París en 1967. Tenía 80 años y llevaba medio siglo sin pisar su Rusia natal, aquella por la que un príncipe estuvo dispuesto a ensuciar sus propias manos con la sangre de un mujik.



