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Los nueve libros de Heródoto relatan las batallas que griegos y persas libraron en la primera mitad del siglo V a.C. —las llamadas Guerras Médicas—; y cómo, de entre todas las ciudades helenas que combatieron la invasión, Atenas salió fortalecida merced a su esencial contribución y al poderío de su flota. La hegemonía que así empieza lleva implícito el rencor de las polis vecinas: no solo las que rinden pleitesía —con acuerdos y tributos— al ateniense, sino también las que reclaman una parte del pastel y las que, habiéndola tenido, la perdieron. Tucídides nos cuenta cómo, en el esfuerzo por menoscabar Atenas, varios incidentes diplomáticos y militares sirvieron de casus belli. Durante 27 años —del 431 al 404—, Atenas y Esparta, reforzadas ambas por sus aliados, se enfrentarán en la Guerra del Peloponeso. Por desgracia Tucídides, que vivió la guerra de principio a fin y tomó parte en ella como estratego en la flota ateniense, murió algo después del año 400 sin terminar su obra. Tendría que ser Jenofonte quien concluyese la tarea —hasta el punto de abrir sus Helénicas con la frase: «No muchos días después de estos acontecimientos…»— y, ya de paso, siguiera contando los avatares de las ciudades griegas después de la derrota de Atenas.

Una herma era un pilar cuadrado coronado por un busto, a menudo usado como hito en carreteras y propiedades. La de la foto —expuesta en el Museo Arqueológico de Nápoles— es la copia romana de un original griego, y retrata a Heródoto y Tucídides como padres de la Historia. Amplíala o pincha aquí para leer sobre estos y otros historiadores griegos.

Nunca ha gozado Jenofonte del prestigio de sus dos predecesores; y es cierto que no alcanza las cimas por las que sí transitan Heródoto y Tucídides —las campañas de Jerjes, la descripción de la peste ateniense o la guerra civil en Corcira, por poner unos ejemplos—. Y sin embargo, encuentro en Jenofonte una lección de la que quiero hablarles hoy.

Pasadas varias fases y tras muchos altibajos, la guerra se acerca a su fin: problemas internos han privado a Atenas de sus mejores estrategos, y Lisandro —el nuevo y sagaz comandante espartano— lo aprovecha a la perfección. Forzados a una batalla indeseada, los atenienses son masacrados en Egospótamos, perdiendo 168 de sus 180 naves. Para colmo, en su furor habían prometido —si lograban la victoria— cortar la mano derecha de sus prisioneros; y habían, además, arrojado por la borda a todos los hombres de dos trirremes capturadas. Los espartanos no lo perdonan, y solo un prisionero ateniense se salva de la muerte. La noticia del desastre llega a Atenas, que ve cómo el sitio se estrecha y su mayor fuente de alimentos se bloquea. Finalmente, la ciudad se rinde y firma las condiciones del vencedor: derribar sus murallas, devolver los territorios conquistados y aceptar la primacía espartana a través de una alianza. Tuvieron suerte aun así los atenienses: corintios y tebanos quisieron arrasarlos, pero los espartanos «se negaron a esclavizar una ciudad helena que había hecho gran bien en los mayores peligros ocurridos a la Hélade». La evocación de los persas salva el pellejo de Atenas, pero la Historia ha hablado y el sueño imperial ha caído una vez más.

El pintor flamenco Michael Sweerts pudo inspirarse en el célebre pasaje de Tucídides para este lienzo de 1652-54. La peste asoló Atenas en el año 430 a.C., agravada por el hacinamiento tras la murallas de la ciudad como estrategia de protección contra Esparta. Las bajas quizá llegaron a un tercio de la población, incluyendo al mismísimo Pericles en sus brotes posteriores. Pincha aquí para leer algo más.

Cumplir sus tratados exige que Atenas aparque la democracia y se acerque al sistema oligárquico espartano. Se eligieron, para ello, treinta hombres «que compilaran las leyes tradicionales»; pero el «gobierno de los mejores» no tarda en actuar en su propio beneficio —¿alguna vez no sucedió?—. Primero se ejecuta a los sicofantes, delatores oficiales que vivían de la denuncia en la democracia. «El consejo con gusto los condenó, y los demás, que tenían conciencia de no ser de tal clase, no se preocuparon en absoluto», comenta Jenofonte augurando casi el texto de Niemöller. Después, los Treinta convencieron a Lisandro y recibieron soldados «para ayudarles hasta que restablecieran el régimen político, desembarazándose de los malos ciudadanos». La fuerza no tarda en ser dirigida contra quien podría atraerse demasiada simpatía entre la masa.

Solo uno de los miembros del consejo —Terámenes— se opuso a tales prácticas, alegando «que no estaba bien condenar a muerte a uno porque era honrado por el pueblo, pero que no había hecho ningún daño a las personas de bien». Consiguió reducir la arbitrariedad haciendo nombrar a 3.000 ciudadanos que tomaran parte en las decisiones. Pero el proceso avanza: los Treinta confiscan las armas de toda la ciudad, excepto las de los 3.000; y así, «con la idea de que ya podían hacer lo que quisieran, dieron muerte a muchos por enemistad, a muchos por sus riquezas». Y como la milicia de Lisandro quería cobrar, decidieron arrestar cada uno a un meteco —forastero asentado en Atenas, pero sin derechos de ciudadanía—, «darle muerte y confiscar sus bienes». El incómodo Terámenes —por otra parte, un oligarca convencido— estorba y es finalmente acusado de traición.

Vista de la Acrópolis ateniense desde la colina de Pnyx, que acogía —en sustitución del Ágora— los debates políticos desde el siglo VI a.C. Sobreviven a la derecha los escalones de la bema o tribuna de los oradores, desde la que Critias y Terámenes se enfrentaron en el 404 a.C. Allí se pronunciaron las Filípicas de Demóstenes, así como los discursos de Pericles y Alcibíades. Explora aquí su arqueología.

¿Y dónde está la supuesta lección que prometí? Leamos el debate ante el consejo entre Terámenes y Critias, y veremos el descaro con que allí se habla de las atrocidades cometidas por razones de Estado. Critias empieza sin tapujos: «Consejeros, si alguno de vosotros considera que mueren más de los que sería conveniente, reflexione que donde hay cambios de régimen en todas partes ocurre eso»; en Atenas quedan, es sabido, muchos demócratas enemigos del nuevo régimen, así que, «si vemos a alguno […], en cuanto podemos le quitamos de en medio». ¿Qué no hacer con Terámenes, pues, si se opone al gobierno desde dentro? No es solo un enemigo, sino también un cobarde y un traidor que merece la muerte. Tampoco la defensa de Terámenes se queda corta, pues no se opone —según dice— por principios; sino porque, si ejecutamos a un hombre injustamente, «los iguales a él nos serían hostiles». ¡Solo la pervivencia del régimen desaconseja el crimen político!

Arriba, Critias señala a Terámenes ante el consejo y exige su ejecución, en una ilustración anónima de la Historia de las naciones de Hutchinson (1913). Abajo, arqueros de Critias arrancan a Terámenes del altar al que pretende acogerse, en un grabado de Raffaele Persichini en la edición italiana (1836) de la Historia antigua de Charles Rollin (1730-38). El gobierno de los Treinta Tiranos duró menos de un año, pero fue responsable de la muerte de un 5 por ciento de los atenienses. En el 403, Trasíbulo dirigió la resistencia demócrata e invadió el norte del Ática con sus tropas de exiliados. Tras diversos combates, se acordó una amnistía que devolvía los bienes confiscados y perdonaba a los 3.000 —pero no a los supervivientes de los Treinta—. Amplía las fotos o pincha aquí para saber más sobre el tema.

La mitad de lo dicho por Critias —o incluso por Terámenes— provocaría la caída inmediata de un ministro actual. «Eran otros tiempos; el Estado de Derecho tiene hoy sus mecanismos», se oye decir sin parar; y sin embargo, el crimen político no nos resulta inconcebible. Lo sospechamos, la prensa lo busca —¿lo desea?—, nos indigna su descubrimiento. Pero ¿realmente nos sorprende? ¿Creíamos de veras en su ausencia? ¿O era el silencio demasiado cómodo? La publicidad del terror estatal se ha vuelto impensable, pero de vez en cuando un titular nos recuerda quiénes somos. Y a veces me pregunto si hemos dejado de aceptar el crimen o exigimos simplemente pulcritud. ¿Fue el progreso o la vergüenza lo que nos trajo aquí? Esta es la lección que Jenofonte me dio sin pretenderlo.

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