A mi padre lo devoró el cáncer a las puertas de la jubilación, después de medio siglo de labor vivido —eso sí— con gusto y dedicación, como se hacía en esos años. Dijo Wordsworth en un famoso prefacio que la emoción es origen para el arte; pero no cuando aún escuece, sino recreada en la serenidad de la distancia. Quizá tenga razón. Y puede que algún día aquel recuerdo —el más traumático de cuantos conservo— se transforme en algo hermoso. Hasta entonces, dejen que les hable de cuatro autores que, como mi padre, murieron en el último escalón.
A los muchachos les sorprende saber que es en Rumanía donde se sitúan algunos de los nombres que mencionan sus libros como artistas de vanguardia —hablo de Tzara o Ionesco, pero piensen si quieren en aquel Mihai Cosma que dijo que la literatura es el mejor papel higiénico—. Y no menos divierte a los chicos de hoy, habituados a moverse entre los coches como el agua entre las rocas, escuchar que en 1926 uno podía morir atropellado por un tranvía; y, para colmo, ser tomado por mendigo y no recibir auxilio —¿a quién le importa un andrajoso en nuestra España?—, como le pasó a Gaudí de camino a la iglesia. Junten las anécdotas y llegarán a Mihail Sebastian.

Mihail Sebastian en su abono para el ferrocarril rumano (de mayo de 1939 a abril de 1940). A pesar de mantener, desde marzo del 39, un acuerdo para suministrar petróleo al Tercer Reich, Rumanía no entraría formalmente en la guerra hasta su adhesión —en noviembre del 40— al Pacto Tripartito firmado en septiembre por Italia, Japón y Alemania. El gobierno fascista de Ion Antonescu pretendía resarcirse, después de que la URSS ocupara Besarabia en julio y los acuerdos internacionales forzasen a Rumanía a ceder importantes territorios a Hungría y Bulgaria. Impulsadas por la Guardia de Hierro de Horia Sima, las leyes antisemitas y xenófobas eran ya una realidad, y muy pronto los nazis en suelo rumano llegarían al medio millón. Haz clic en la imagen para ampliarla o aquí para saber más.
Tras conocer a este judío rumano, uno se pregunta por qué no había oído hablar de él; y más cuando descubre que hay un buen repertorio de sus textos en nuestro idioma: mi modesta biblioteca cuenta —si no recuerdo mal— con tres de sus obras, y sé de al menos otras dos que se encuentran con un poco de suerte. Su narrativa es bella, algo afrancesada —como era norma en aquel Bucarest de Cioran y Petrescu, al que se conocía como «el París de los Balcanes»—. Pero es a su Diario al que voy a referirme en estas líneas. El libro —editado en España por Destino— recoge las reflexiones de diez largos años en la vida del autor, desde 1935 hasta 1944, no mucho antes de su muerte. Sabedor de estas fechas, el lector puede suponer su contenido: lo que empieza siendo un relato del mundo artístico de su juventud se convierte en crónica del ascenso fascista en la Europa oriental. Tanto que hay quien compara el diario con el de Ana Frank; «pero Sebastian no es un niño —dice Philip Roth—, sino una sofisticada mente literaria». Y ahí está su encanto.
Pues bien: tras sufrir la segregación propiciada por el mandato de Antonescu y la caza de brujas en que se convirtió el país en los primeros años cuarenta —poco hablamos de los miles de judíos muertos en la propia Rumanía, eclipsados por los horrores del Holocausto alemán—; tras ser liberado el país por los rusos y ser Sebastian desagraviado con un cargo cultural en el gobierno; en su primer día como profesor universitario, al autor se le ocurre morir atropellado —qué cosas tiene la vida— por un camión del ejército soviético. Dicen que esperaba a su tranvía junto a una iglesia.

Arriba, Hitler recibe al mariscal Antonescu en Múnich (1941). Abajo, la Guardia de Hierro saluda a su líder, Horia Sima (1940). Ambos fueron los máximos responsables del Holocausto rumano, pero su relación no fue fácil. De hecho, tras compartir gobierno en 1940, la Guardia quiso tomar el poder a principios del 41. Abortado el golpe, Sima y los suyos huyeron al Reich, donde les dieron asilo. Tras la entrada en Bucarest del Ejército Rojo, Antonescu fue arrestado y llevado a Moscú; dos años después, sería devuelto a Rumanía para su juicio y ejecución (1946). Tras su caída, Sima fue nombrado por los nazis jefe de un inútil gobierno rumano en el exilio. Al final de la guerra, logró llegar con documentación falsa hasta España, donde colaboraría con Franco. Consiguió vivir impunemente en Madrid hasta 1993. Pincha en la foto o aquí para saber más sobre el tema.
Conmovedora, por melancólica, me parece la historia de Sándor Márai. Debemos a Salamandra el conocimiento que en España se tiene del maestro húngaro, sufridor —villanos nunca nos faltaron— de las hazañas de Stalin. A su ficción se suman dos testimonios —Confesiones de un burgués y ¡Tierra, tierra!— que son, a mi juicio, lo mejor que dejó escrito. Afamado en toda Europa, Márai —burgués, como bien dice— salió de su país tras la ocupación soviética. Salvarse de las típicas acusaciones del régimen no era fácil: desde Estados Unidos, vio su obra prohibida por reaccionaria y propia de un disidente refugiado en la decadencia occidental. Márai no volvió a Hungría en los 41 años que aún vivió. El olvido se adueñó de su nombre y, cansado de esperar, se disparó en la cabeza en 1989. Ironías del destino: faltaban pocos meses para que el Muro cayese por fin.

Jóvenes berlineses ofrecen café a los guardias orientales. Fueron precisamente los húngaros quienes movieron ficha, deselectrizando en abril la valla que los separaba de Austria y cortándola al fin el 27 de junio. La reacción en cadena provocó la «caída» del Muro el 9 de noviembre. Marái se había disparado en la sien el 22 de febrero, después de cuatro décadas de exilio. Puedes pinchar aquí o aquí para ver fotos históricas del Muro de Berlín.
Pocos libros recuerdo como las Memorias de un europeo de Stefan Zweig. Alumbrado en la Viena austrohúngara de 1881, el autor fue testigo privilegiado de cómo El mundo de ayer —así se titulan también sus memorias— se convirtió en escenario de dos tragedias que cambiaron para siempre nuestra forma de mirarnos. Habría preferido no serlo —pues a su vieja tierra dedicó sus mayores esfuerzos en textos como El legado de Europa y en ensayos y biografías de los grandes personajes de su historia—, pero a ello debemos las mejores de sus páginas. Ejerció de archivero en la Gran Guerra y, como tantos germanos, se dejó empapar por un belicismo del que luego abominaría. No tuvo fuerzas para una segunda vez: en 1934, poco después del ascenso de Hitler en la vecina Alemania, Zweig —judío por herencia familiar más que por fe— huye de Austria para no volver. Tras pasar por Inglaterra y Estados Unidos, se muda a Brasil, donde —desesperado ante el avance del nazismo— se quita la vida junto a su esposa en 1942. No pudo ver cómo, destruido ya medio continente, Hitler perdía la guerra y Europa resurgía de sus cenizas.

Los cadáveres de Zweig y su segunda esposa, cogidos de la mano, en la prensa brasileña. Tras su paso por Nueva York, la pareja llevaba menos de dos años en Petrópolis. La casualidad quiso que se mataran exactamente 47 años antes que Márai, un 22 de febrero de 1942. El 23 de agosto comenzaba en Stalingrado una batalla que daría a la guerra un vuelco definitivo. Haz clic en la foto o aquí para ver su nota de suicidio y algunos documentos más.
De Walter Benjamin les hablaré en otro momento con más calma, pero sirva aquí su historia como ejemplo de que a veces no muere en vano quien resbala en el último escalón. Huido de Alemania desde 1932, Benjamin dejó París un día antes de la entrada de los nazis en la ciudad en el año 40. Su intención era cruzar las neutrales España y Portugal para embarcarse en Lisboa con rumbo a Estados Unidos, donde sus amigos le habían conseguido un visado. Unido a un grupo de judíos, Benjamin atravesó los Pirineos y llegó sano y salvo a Portbou (Gerona) el 25 de septiembre. Lamentablemente, justo ese día el mando franquista había denegado el tránsito desde Francia, por lo que se anunció a los fugitivos que serían devueltos al país vecino a la mañana siguiente. Esa noche, ante la perspectiva de caer por fin en manos de la Gestapo, Walter ingiere en su hotel una dosis letal de morfina. Impactados —quizá— por su suicidio, los guardias españoles permitieron el paso al resto del grupo, que llegó a Lisboa el día 30. Poco después, volvía a abrirse la frontera. Benjamin había muerto, como dijo Bertolt Brecht, «sin dejar de ser útil».



