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Uno se arriesga a parecer esnob si coloca una cita de Wittgenstein al frente de su libro. En el caso de Alexander Waugh, nada está más justificado —y enseguida verán por qué— que iniciar así un brillante estudio sobre la familia del filósofo vienés: «Hay un número incalculable de proposiciones empíricas que, para nosotros, son ciertas. Que a aquel a quien se le ha amputado un brazo nunca le volverá a crecer es una de estas proposiciones». La posteridad del apellido se debe ahora, claro está, a Ludwig; pero quiero hablar hoy de parientes eclipsados, y estas líneas de Wittgenstein me llevan de cabeza hasta Paul, en su momento el más famoso de los ocho hermanos.

El matrimonio Wittgenstein tuvo nueve hijos, pero la pequeña Dora murió sin cumplir su primer mes. Tres de los cinco varones se mataron, como harían también un primo y una tía. En la foto, los menores de los ocho —Paul, con gafas, y Ludwig— antes de 1914. Ludwig murió en Cambridge en 1951; y Paul, una década después en Nueva York. No se habían visto en años. Pincha aquí y aquí para saber más.

Todos los hijos de Karl Wittgenstein, un industrial de colosal fortuna, tocaban al menos un par de instrumentos. Había siete pianos de cola en el palacio familiar, pero solo Paul haría de la música su oficio. «No es tan bueno como Hans», decían de él, recordando a un hermano mayor desaparecido cuando Paul tenía quince años —una especie de savant que parece haberse suicidado, destino que llegaría a ser común en un clan tan refinado como neurótico—. A pesar de su amor por la música, el padre —dueño de una soberbia colección de partituras autógrafas— creía indigna de su clase la profesión de concertista. Fue para él una enorme decepción que ninguno de sus hijos heredara su energía empresarial: «¡Resultaba trágico —escribe la hermana mayor— que mi padre tuviera hijos que eran tan distintos de él como si los hubiera encontrado en un orfanato!». El debut en público de Paul habría de esperar, por tanto, hasta meses después de la muerte del cabeza de familia. Tenía 26 años y su carrera, aunque tardía, se ponía en marcha.

El salón musical en el palacio de los Wittgenstein, fotografiado en 1910. Construida por el arquitecto Friedrich Schachner entre 1871 y 1873, la mansión en el barrio de Wieden pasó pronto a manos de la familia. Fue demolida en 1950, dejando su lugar a nuevas casas en la actual Argentinierstrasse. Aquí puedes leer más y ver otras imágenes del palacio.

Por desgracia, era diciembre de 1913 y la guerra esperaba a la vuelta de la esquina. Paul fue útil y audaz en el frente, pero en el mismo verano de 1914 una bala destrozó su codo derecho. Despertó en un hospital de campaña, y nunca recordaría si le consultaron antes de amputarle el brazo. Para colmo, su convalecencia quedó interrumpida por un ataque ruso en que fue hecho prisionero. Vagó por media Rusia en furgones insalubres y gélidos vagones de ganado, hasta llegar finalmente a la terrible Krepost, la prisión siberiana que en su día albergó a Dostoyevski. Pero antes, durante su recuperación en el hospital de Omsk, Paul tomaría la esencial decisión de seguir siendo pianista —la alternativa, dijo, era el suicidio—. Varias ejemplos lo inspiraron: Josef Labor, el pianista ciego que fue su mentor; Géza Zichy, que asombró al mismísimo Liszt tocando con su único brazo; y Leopold Godowsky, al que a menudo invitaban a tocar en Viena sus polémicos arreglos de Chopin para la mano izquierda. Sobre un cajón vacío, Paul dibujó con carboncillo un teclado de piano; y hora tras hora lo aporreó con sus dedos helados, «escuchando en su cabeza la música imaginaria y creando, en un rincón de aquella abarrotada sala de inválidos, un espectáculo tragicómico». Paul llegaría a Viena por fin el 21 de noviembre de 1915, tras un intercambio de prisioneros; trece meses después, estrenaba con éxito —en la misma sala, con el director y la orquesta que, exactamente tres años antes, habían compartido su debut— un insólito concierto para la mano izquierda. Labor lo había escrito para él; con su fortuna, Paul se haría luego componer piezas nuevas por artistas de la talla de Britten, Ravel o Richard Strauss —con todos discutió, por cierto—. Los magnates de Hollywood quisieron llevar su vida al cine en los cincuenta; que le dejaran en paz, fue su respuesta.

Paul nunca utilizó una prótesis ni trató de esconder su pérdida. En la imagen, tomada en noviembre de 1934, toca el piano con —de izquierda a derecha— Joseph Achron, Erich Wolfgang Korngold, Gertrude Ross y Lyham Noack. Hasta veintidós músicos —incluyendo a Prokófiev y Hindemith, además de los ya mencionados— compusieron obras para él, que las estrenó casi todas entre 1916 y 1951. El uso del pedal y la rapidez de sus dedos producían efectos que pondrían en apuros a muchos intérpretes con dos brazos. La partitura más célebre quizá sea la del Concierto en re mayor de Ravel, estrenado en Viena en enero de 1932. Aquí tienes a Yuja Wang tocándolo en 2016; aquí, al propio Paul en acción.

«Los Benjamin son los hermanos Walter y George y su hermana Dora, hijos de una familia judía de la alta burguesía de Berlín». Así se abre Los Benjamin: una familia alemana, de Uwe-Karsten Heye, un libro de 2014 editado en España por Trotta. Su autor, periodista y diplomático, fue redactor de discursos para el canciller Willy Brandt y —luego— secretario de Estado con Gerhard Schröder. Un perfil tan bueno como cualquiera, pero quizá debió advertirme que no iba a ser lo que yo buscaba.

También el libro es bueno, pero engañoso, pues tiene poco de biografía familiar y mucho de estudio sobre la relación de las dos Alemanias en la Guerra Fría y, particularmente, sobre el papel de Hilde Benjamin. Amiga de Dora desde 1920, cuando estudiaba Derecho y aún se apellidaba Lange, Hilde se casaría con Georg en febrero del 26. Entró en la lista negra de los nazis en 1930, cuando asumió la defensa de los comunistas implicados en la muerte de Horst Wessel. En 1933, su marido fue uno de los 10.000 arrestados de forma preventiva tras el incendio del Reichstag; y nueve años después, una nota enviada desde Mauthausen ponía fin al matrimonio: «El judío Georg Benjamin ha fallecido el 26 de agosto. Causa de la muerte: suicidio por contacto con la línea de alta tensión». Llevaba en el campo unas semanas y el suicidio era poco creíble, pero ¿qué podía hacerse? Acabada la guerra, Hilde tenía claro que «había que dar por fin un sentido a la muerte de Georg e implicarse con todas sus fuerzas en la construcción de un Estado antifascista de trabajadores y campesinos».

A los quince años, Horst Wessel ya militaba en las juventudes nacionalistas y participaba en reyertas contra jóvenes de izquierdas. Tras ser expulsado por su radicalidad, en 1926 se unió al partido nazi y a las SA. Como músico, fundó una banda para tocar en actos políticos. En 1929, escribió la letra para una canción de combate que todos llamarían «Izad la bandera» —por sus primeras palabras—. En la noche del 14 de enero de 1930, un grupo de comunistas llamó a su puerta y le descerrajó un disparo a quemarropa. Murió en el hospital a las pocas semanas, convirtiéndose —con 22 años— en mártir del nazismo. Arriba, su cortejo fúnebre; abajo, una impresión de 1933 con la canción y su retrato. Aquí puedes escuchar la «Horst-Wessel-Lied», adoptada como himno oficioso del régimen.

En 1946, Hilde se convirtió en vicepresidenta del Tribunal Supremo y —desde el 53— sería ministra de Justicia en la Alemania Oriental. Echó a sus espaldas la tarea de investigar todos los crímenes nazis, mientras la vecina occidental parecía más dispuesta a echar tierra sobre el pasado: en 1959, uno de cada dos dirigentes de la Oficina Federal de Investigación Criminal había sido miembro de las SS o integrante de los Einsatzgruppen que masacraban a los judíos en la retaguardia del frente ruso. Sus pesquisas —casi siempre «infructuosas»— eran objeto de burla en la RDA, cuya malvada existencia, al mismo tiempo, ayudaba a la RFA a dejar en un segundo plano el horror del nazismo. En la guerra de propaganda, la implacable ministra Benjamin pasaría a ser «Hilde la Sanguinaria» o la «Guillotina Roja». Reivindicar para ella un juicio más equilibrado parece el verdadero objetivo de Heye, pues a los hermanos de Georg los aparca en la página 88.

A la izquierda, los hermanos Benjamin hacia 1905: Walter, Georg y Dora. A la derecha, Hilde Benjamin juzga en 1952 a un presunto espía, al que condenó —como a tantos— a cadena perpetua. Amplía las imágenes o pincha aquí para saber más sobre ella.

«Creo que en este siglo no ha habido en Alemania una familia más notable, original e interesante que los Mann», escribió Marcel Reich-Ranicki —el crítico alemán por excelencia en el pasado siglo—. Ya les dije en otro momento que los hermanos medianos —Golo y Monika, tercero y cuarta de los seis hijos de Thomas y Katia— pasaron siempre sin pena ni gloria ante su padre. Les hablaré esta vez de Golo, el contrapunto tímido a la explosiva identidad artística y sexual de Erika y Klaus. Son muchas las cosas que sobre él nos dice Tilmann Lahme en su biografía colectiva, pero quiero centrarme en un par de episodios muy concretos.

El primero nos sitúa en Salem, un espartano internado en el que Golo estudió de los 14 años a los 18. Allí conoce y se enamora de Roland, al que lleva a la casa familiar de Múnich en el verano de 1926, aprovechando que sus padres están en Italia. Enseguida se revela una distancia insalvable: Golo, aún inexperto, se incomoda con las insinuaciones de su amigo, quien, ni corto ni perezoso, se busca a otro joven en la «zona rosa» de la ciudad y se acuesta con él en el dormitorio de los Mann. «Decepcionado y asqueado», Golo espera en la puerta. Se sobrepuso a la experiencia, como a las crisis depresivas que siempre lo acosaron, pero le fue difícil olvidar a Roland y eludir la sensación de que su homosexualidad era —como anotó en su diario— «una gran y decisiva desgracia».

La obra historiográfica de Golo se inicia en 1947, pero hay un texto muy anterior que despierta mis anhelos. Con 18 años, Golo escribió Sobre la vida del estudiante Raimund, una novela que recreaba su tristeza y su amor por el joven Pierre Bertaux. Firmada por «Michael Ney», sería incluida en una antología editada por su hermano Klaus en 1928. Quemada en la famosa hoguera de 1933, Lahme la identificó y publicó en 2009. ¿Quién la traduce?

Se enamoró muchas veces y tendría otros amantes en América y Suiza, pero el segundo episodio sucede décadas después, cuando Golo —gracias a su talento como historiador— ha conseguido que el padre cambie la indiferencia por el respeto intelectual. En 1962, viaja a Berlín para recoger un premio. Lo acompaña Hans Beck, 27 años menor, para quien reserva una habitación separada en el hotel —las apariencias importan— y al que inscribe como su hijo adoptivo. Lo curioso es que esta «tapadera» acabaría siendo cierta. Después de que los nazis —en 1936— privaran a toda la familia de la nacionalidad alemana, Golo fue oficialmente checo hasta el 43, luego americano, y suizo desde 1968. Para entonces, terminada su relación con Golo, Hans se había casado y tenido dos hijas. Golo pagó sus estudios, le compró una casa y obtuvo para él un empleo en Leverkusen. No pudo, sin embargo, adoptarlo formalmente, pues las leyes suizas lo impedían. En 1976, Golo reclamará su nacionalidad alemana para adoptar a Hans —en adelante, Beck-Mann—. Ahora es de nuevo alemán, cuarenta años después; y lo es por amor —primero pasional, después casto y familiar—. Hans murió en 1986. Su viuda Ingrid, enfermera de profesión, cuidará de Monika Mann en su último año de vida —1992—; y hará lo mismo con un Golo enfermo de cáncer y del corazón hasta su muerte en 1994. Salvo Klaus, que se había suicidado en 1949 en Cannes —donde sigue enterrado—, los Mann descansan juntos en el cementerio de Kilchberg, en Zúrich; por su expreso deseo, Golo yace en una tumba individual bien alejada de la familia.

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