Siguiendo al Dr. Gordon por los pasillos de su clínica privada, rumbo a la sala de electrochoque, la narradora de La campana de cristal ve a una mujer con albornoz azul y pelo desgreñado que grita todo el tiempo: «¡Me voy a tirar por la ventana, me voy a tirar por la ventana!». Una enfermera bizca se acerca a Esther —la nueva paciente— y sonríe; para tranquilizarla, susurra: «No puede, porque todas las ventanas tienen barrotes». Pocos párrafos resumen tan bien la paradoja de la insania: el dolor que solo el encierro puede contener; el encierro que agrava el dolor. Sylvia Plath —su autora y, como revelan todos sus textos, potencial suicida desde la pubertad— acabaría usando el horno de su casa para asfixiarse en 1963, un mes después de publicar el libro.

Ted Hughes y Sylvia Plath —poetas ambos: inglés él, americana ella— se casaron en 1956 y tuvieron dos hijos antes de separarse en el 62. Ted fue un marido infiel, y hay cartas de Sylvia que lo tachan de violento. Destruyó, además, algunos diarios de su esposa tras su muerte —por el bien de los niños, según dijo—. No es justa, aun así, la demonización que siempre sobrellevó como culpable del suicidio de Plath. Incluso la lápida de Sylvia, donde se leen sus apellidos de soltera y casada, fue vandalizada más de una vez con el fin de borrar el nombre de Hughes. Aquí hay un vídeo sobre la vida de Sylvia, y aquí puedes ver a su hija hablando de la pareja.
Retrocedamos casi un siglo. El 14 de enero de 1885, el Pittsburgh Dispatch incluía una columna sobre el papel social de la mujer —en pocas palabras: concebir y cuidar del hogar—. El periódico recibió la carta indignada de una joven que firmaba como «Huérfana Solitaria». Se trataba de la futura Nellie Bly, que contaba entonces veinte años y aún respondía al nombre de Elizabeth Jane Cochran. Su respuesta le valió un empleo en el Dispatch, donde solía hablar de la emancipación; pero pronto prefirieron asignarle cuestiones más «femeninas» como la moda o la jardinería. Nellie pidió una corresponsalía en México y allí pasó seis meses, hasta que tuvo que huir por criticar el arresto de un periodista contrario al régimen de Porfirio Díaz. Ante la perspectiva de volver a las «páginas rosas», Bly abandona el Dispatch y llega a Nueva York. No fue fácil encontrar un puesto, pero al fin consiguió que el New York World de Joseph Pulitzer le encargara un reportaje pionero: debería infiltrarse en el psiquiátrico de Blackwell’s Island y desvelar cómo vivían las internas. Su obra tendría ya como seña de identidad el relato en primera persona —o periodismo gonzo—, y alcanzaría el cénit en 1890, cuando siguió los pasos de Phileas Fogg y dio la vuelta al mundo en solo 72 días —un trabajo del que hablé en otra ocasión—. Pero me quedo esta vez con aquellos Diez días en un manicomio, volcados primero en una serie de artículos y reimpresos luego como libro. Capitán Swing los incluyó en su selección de los textos de Bly en español.

La isla de Roosevelt —llamada en otros tiempos Blackwell y Welfare— se extiende a lo largo de unos tres kilómetros entre Manhattan y Queens. Hoy la pueblan unas 12.000 personas, pero en el siglo XIX estaba destinada al uso hospitalario y penitenciario, con hasta 26 instituciones. Pincha aquí o aquí para informarte y ver algunas fotos.
Nellie engañó a doctores y jueces para llegar a la isla de Blackwell —la actual Roosevelt Island—, una franja de tierra en el río Este que albergaba cárceles, asilos y hospitales para pobres. Antes hizo escala en el ala psiquiátrica del hospital Bellevue, donde la declararon «loca sin remedio». Lo primero que aún sobrecoge al lector es la facilidad con que una mujer sana puede ser internada; y serlo, además, para siempre. De hecho, Bly pronto se convence de que la mayoría de sus vecinas «están tan cuerdas como yo lo estaba»; y ella misma dejará de simular en cuanto logre acceder al pabellón, pero ya no hay vuelta atrás. Las sentencias dictadas son inapelables: «El frenopático de Blackwell’s Island es una ratonera para humanos. Es fácil entrar, pero, una vez dentro, es imposible salir». «¿Dónde estamos?», pregunta Nellie fingiéndose ignorante; el hombre que la lleva responde sin dudarlo: «Blackwell’s Island, un sitio para locos del que no vas a salir nunca».

Examen de una paciente en el hospital psiquiátrico de Pilgrim State, en Brentwood —Long Island—. La imagen forma parte de un reportaje realizado por Alfred Eisenstaedt para la revista Life en 1938. En el texto que acompañaba a las fotos, los editores reconocían que, aunque se había avanzado mucho, los enfermos mentales eran aún «el colectivo más desatendido y desgraciado del mundo». Clic aquí.
Pero lo crudo no ha llegado. Imaginen y no exagerarán: enfermeras que disfrutan alterando a las pacientes violentas; palizas y estrangulamientos, cabellos arrancados de raíz, baños en agua fría con manos y pies atados; hambre y mofa. Algunos de estos hechos pueden cuestionarse, pues Bly los conoce por el testimonio de otras internas; pero la reportera sí vive en sus carnes la miseria del lugar: las enfermas que, sin cubiertos, desgarran la comida semipodrida; la calefacción, inactiva hasta que avance la temporada; la ropa que no se muda más que una vez al mes. Ante cualquier queja o petición, la respuesta es invariable: «No pretendas recibir nada. Esto es la beneficencia y deberías estar agradecida por lo que tienes». Especialmente hiriente es el relato del baño semanal: «Se llena la tina y las pacientes se van lavando, una tras otra, sin que se cambie el agua. Esto se hace hasta que el agua está ya bien espesa, y entonces la bañera se vacía y se vuelve a llenar sin limpiarla. Todas las mujeres, las que tienen erupciones y las que no, usan las mismas toallas». Bly cuenta 45 pacientes en el pabellón número 6 —sí, como el de Chéjov—, y solo dos toallas. «¿Qué otra cosa, excepto la tortura, podría dar pie a la locura con más rapidez que ese trato?».

Esta foto de Eisenstaedt capta el baño terapéutico, muy distinto del aseo semanal descrito por Bly. Se engrasaba a los pacientes para que aguantaran horas en remojo, confiando en su efecto calmante. Aquí y aquí tienes un par de repasos a la evolución del tratamiento mental en Gran Bretaña y Estados Unidos; aquí y aquí, dos vídeos sobre la psiquiatría en el siglo XIX y los asilos públicos para dementes.
De mala gana podría asimilarse la escasez, pero la crueldad del personal es del todo intolerable. Y lo peor quizá sea la absoluta indefensión ante unas cuidadoras que fingen susurrar a una enferma, pero escupen en su oído; ante las internas —«Una se salía de la cama y reptaba por la habitación buscando a alguien a quien quería matar. Yo no podía evitar pensar lo fácil que le habría resultado atacar a cualquiera de las pacientes que estábamos recluidas con ella»—; y ante el propio sistema: una extranjera recién llegada es evaluada y sentenciada sin intérprete, recurso que no se niega ni a los criminales. Y el círculo vicioso de Plath no deja de girar: «Inyectan tanta morfina y cloral —le cuentan— que las pacientes cuerdas se vuelven locas». Así viven 1.600 mujeres en Blackwell.
Cuando el periódico rescata a Nellie de «esta tumba de horrores vivientes», la libertad se mezcla en ella con la pena: «Decidí que iba a intentar por todos los medios que mi misión sirviera para aliviar el sufrimiento de mis hermanas, a demostrar que se las condenaba sin un juicio justo». Su reportaje escoció, pues a finales de ese año se asignó un mayor presupuesto al Departamento de Entidades Benéficas y Correccionales Públicos: creció de 1,5 a 2,34 millones de dólares, de los que 50.000 se destinaron a mejorar las instalaciones del sanatorio de Blackwell.

El edificio se fundó en 1839 para dar cabida a los pacientes del masificado Bellevue, y funcionó como psiquiátrico hasta 1894. Entonces se instaló allí el Hospital Metropolitano, que se trasladaría a East Harlem en 1955, dejando el inmueble en desuso. Solo la torre octogonal, con su magnífica escalera restaurada, se conserva actualmente como parte de un bloque de exclusivos apartamentos. Conoce mejor la historia del lugar pinchando aquí o aquí.
Volviendo a Sylvia Plath, nos queda claro que algunas cosas cambiaron mucho en el siglo que la separa de Bly. Aun así, su alter ego —Esther, ya saben— se pregunta «cuál era el horrible crimen que había cometido» cuando el shock la sacude «hasta que creí que se me rompían los huesos». Y sigue impresionando la «perpetua calma marmórea» de Valerie, una paciente lobotomizada. Si le preguntan por su estado, ella responde: «Bien. Ya no estoy enfadada». ¿Y qué hará cuando salga? «Ah, no me voy a ir. […] Aquí estoy bien». Desde su desarrollo en 1935, la lobotomía se practicó a unas 40.000 personas en los Estados Unidos, antes de perder su popularidad en los años 50 y 60. Buena parte de los pacientes eran homosexuales a los que se pretendía «enderezar». Los países escandinavos hicieron un uso prolijo de la técnica, registrando más del doble de casos per cápita que Norteamérica; y Francia no dejó de utilizarla hasta los años 80.

La tumba de Plath en Heptonstall (Inglaterra), con el nombre raspado de Hughes. Entre los visitantes existe la costumbre de llevar bolígrafos, como se dejan robots de juguete en la de Karel Čapek. Ted casi siempre se abstuvo de hablar sobre Sylvia en su poesía, pero poco antes de morir —en 1998— asombró a todos publicando una colección de 88 poemas escritos para ella a lo largo de un cuarto de siglo. Cartas de cumpleaños fue su libro más personal, y la cubierta de su primera edición era obra de la hija mayor del matrimonio (Frieda). El otro hijo (Nicholas) se daría muerte en su casa de Alaska en 2009. Una tragedia más, pues en 1969 Assia Wevill —la poeta por la que Hughes dejó a su esposa— se había suicidado usando el método de Sylvia y arrastrando a Shura, la niña de cuatro años que tenía con Ted. Clic aquí para saber más.
También es mucho lo que hemos superado desde los tiempos de Plath, pero hay algo que planea hoy como lo hacía en 1887 y 1963. «Cuanto más desahuciado estabas, más te escondían», escribe Nellie Bly; y cuando Esther se niega a recibir más sesiones, su madre le dice que sabía que no era «como esa gente espantosa. Esos muertos vivientes del hospital. […] Sabía que decidirías ponerte bien de nuevo». La muchacha tiene la suerte de dar con alguien que la atiende dignamente, y que enseguida le presenta al gran planeador: «La doctora Nolan me había dicho, sin muchos rodeos, que mucha gente me trataría con cautela, o incluso me evitaría, igual que a una leprosa». Sesenta años después, la sombra del estigma cubre aún al enfermo mental. Poco antes de matarse, Plath escribió en su novela que, «para quien está en la campana de cristal, vacía e inerte como un bebé muerto, el mundo es la pesadilla». Lo será un poco menos si aprendemos a mirar con otros ojos.