Comienza en estas fechas en Madrid una nueva edición de la Feria del Libro. Lectores y escritores disponen sus manos para estrechar y ser estrechadas, y unos y otros se arman de paciencia en busca de una firma o cierta fama. Siempre he preferido la letra impresa, y la única dedicatoria que me enorgullece es la que se inscribe con causa: la del amigo que deja un reflejo de sí mismo para ser así mejor conocido y amado. A la Feria debe acudir, en cualquier caso, quien desee saludar a sus contemporáneos más inspirados. Pero a principios del siglo pasado, en un solo lugar podía uno empaparse de arte y bohemia: el París de Gertrude Stein.
La americana es autora de la Autobiografía de Alice B. Toklas, «del mismo modo —se complace en fantástica frase— que Defoe escribió la autobiografía de Robinson Crusoe». Pero no nos engañe la treta: la buena de Alice —amante, secretaria y «chica para todo» de Stein— no hace sino narrar la vida de su adorada Gertrude, uno de los «tres verdaderos genios» a los que, con voz ajena y nada modesta, dice haber conocido —los otros son Picasso y Alfred Whitehead—.

Alice B. Toklas y Gertrude Stein, fotografiadas por Man Ray en su casa de París (1922). Por el 27 de la Rue de Fleurus pasaron infinidad de artistas y escritores, como Hemingway o Scott Fitzgerald. Las paredes se fueron llenando de pinturas firmadas por desconocidos que, con el tiempo, serían autores mayores del arte de vanguardia. Amplía la imagen o pincha aquí para leer sobre Stein en su faceta de mecenas y coleccionista.
Stein y Picasso se gustaron de inmediato, y ella no tardó en pedirle al malagueño que la retratara. Al pintor se le atragantó el cuadro, y la pobre Gertrude posó resignada durante nada menos que ochenta o noventa sesiones —amenizadas, eso sí, por las fábulas de La Fontaine que la amante de Picasso en esos días, Fernande Olivier, leía en voz alta para divertir a los presentes—. Dicen que el primer esbozo fue magnífico, pero el pintor simplemente «meneó la cabeza y dijo que no». Pasado el tiempo, Picasso mostró a Stein un cuadro que no agradó sino a ellos dos. Nadie le encontraba el parecido y cuentan que, preguntado por el asunto, Picasso respondió que quizás no se pareciera entonces, pero que ya lo haría. No le faltaba razón, a la luz de las fotografías. Y… lo que son los artistas: recuerda «Alice» que el día en que Gertrude cortó su cabello —que solía llevar recogido alrededor de la cabeza—, Picasso, capaz en teoría de despreciar cualquier parecido con su modelo, corrió hacia ella y gritó severamente: «¿Qué es eso? ¡Y mi retrato!».

Servicios postales de todo el mundo, desde Togo hasta Barbuda, han homenajeado a Picasso; pero solo Vietnam —que yo sepa— incluyó el retrato de Stein entre los seis sellos de una serie lanzada en 1987. Amplía la foto pinchando en ella. Aquí y aquí puedes ver sellos de escritores en diversos tiempos y lugares. Finalmente, aquí tienes un listado de las personas celebradas en sellos españoles desde el año 1850, cuando se dedicó el primero a Isabel II.
En 1904, el joven Stefan Zweig se las arregló en aquel París para conocer a un Rodin en la cima de su carrera. Stefan, cohibido ante la estampa del grave gigante, apenas abría la boca. Seguramente eso gustara al escultor, pues se ofreció a mostrarle su estudio y compartir allí charla profunda y un frugal almuerzo. Y así llega el momento culminante: el artista descubre ante el invitado su obra más reciente, todavía en ejecución, y se disculpa por hacer un pequeño retoque en el hombro de la figura. Pero eso atrapa al noble anciano, que pasa después a otros arreglos y trabaja febrilmente durante una hora. Cuando termina, Rodin se gira y casi se asusta al ver al muchacho, testigo mudo del secreto creador. Sumido en su arte, el viejo se había olvidado del chaval. Y tengan por seguro que a este no le importó en absoluto, pues 35 años después lo cuenta conmovido en sus memorias.

Josef Hader y Aenne Schwarz en los papeles de Zweig y Lotte, su segunda mujer. La película Vor der Morgenröte (2016) —estrenada en español como Stefan Zweig: adiós a Europa— recrea la emigración de la pareja al continente americano, donde ambos se suicidarían en 1942. Aquí puedes leer el famoso relato de Zweig de su encuentro con Rodin. Pincha en la foto para verla más grande.
Oír hablar de una segunda Vuelta al mundo en 80 días bastó para encenderme. Mi generación aún recuerda una serie infantil que convertía a Phileas Fogg en un león llamado Willy, y a Passepartout en Rigodón —uno de esos felinos animados que nadie sabe lo que son—. Pero al lector le será más sugerente un Phileas encarnado en Jean Cocteau. En 1932, el escritor y cineasta conoció a Marcel Khill, joven actor argelino que vino a reemplazar a su anterior amante. Fue él quien tuvo la idea —en 1936, cuando contaba 24 años y Cocteau cumplía los 47— de recorrer juntos los lugares por los que pasara el viaje de Verne, y hacerlo —claro está— en no más de ochenta días. Para darle fines literarios, y supongo que en busca de financiación, Cocteau acudió al Paris-Soir, periódico que iría publicando los artículos que hoy forman el volumen. A la intrépida pareja le sorprendió saber que, décadas después, la aventura no había dejado de serlo para convertirse en un plácido crucero, sino que ochenta días era un plazo ajustado para hacer sin distracciones el trayecto.

Jean Cocteau junto a Charles Chaplin y Paulette Goddard en 1936, durante la travesía de Singapur a Hong Kong. Cocteau no fue el primero en seguir los pasos de Phileas Fogg. Medio siglo antes, la periodista americana Nellie Bly propuso al New York World llevar a cabo el viaje ideado por Verne, con el objetivo de batir el registro de Fogg y cubrir la distancia en solo 75 días. Bly se puso en marcha desde Nueva York el 14 de noviembre de 1889, y pudo conocer a Verne a su paso por Amiens. El relato de su viaje —completado finalmente en 72 jornadas— se publicó en 1890, y puede leerse en español gracias a Capitán Swing. Clic aquí o aquí.
Mi pasaje favorito es ese en que Cocteau define la virtud en Occidente de forma negativa, es decir, como «ausencia de vicio» y vida sin estridencias —aurea mediocritas, si quieren—, mientras que en el mundo oriental se cultiva una «virtud intensa» y buscada por sí misma: uno anhela la excelencia en cada acción, sin limitarse a no meter la pata. Lo recordaré siempre.
Pero, centrado hoy en encuentros con artistas, les hablaré del momento en que Cocteau descubre que comparte barco con su venerado Charlie Chaplin y la no menos divina Paulette Goddard. El relato es emotivo, lleno de mutua admiración; pero me quedo con las palabras del autor sobre la ausencia de lengua común —y maldita la falta que les hace—: «No hablo inglés. Chaplin no habla francés. Pero hablamos sin el menor esfuerzo. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué lengua es esta? Es la lengua viva, la más viva de todas, la que nace de una voluntad de intercambio cueste lo que cueste, la lengua de la mímica, la lengua de los poetas, la lengua del corazón». ¿Cabe añadir algo? Acérquense a la Feria y estrechen la mano de algún genio. Pero no olviden que a veces se conoce antes al hombre que al artista, reducido a un papel tan marginal que casi nadie sabe que lo es.



