Los griegos eran tan sabios que encarnaban en varias deidades a la muerte. Tánatos —alado y hermoso, aunque implacable— representa el fin natural; pero la muerte violenta es el dominio de «la negra Ker» —o Keres, pues a menudo se habla de más de una mujer, al estilo de las Moiras y Erinias—. Es hija de la Noche, como Tánatos, pero exhibe en los campos de batalla su aspecto dentado y sediento de sangre. ¡Tan distintos pueden ser dos hermanos! Hoy quiero hablarles de escritores derribados por sus semejantes. Dejo para otro día a los que fueron —y son muchos— víctimas de un siglo XX aciago, y escribiré sobre tres muertes que suenan como un thriller.

Las Keres se relacionan con las Moiras —o Parcas romanas, señoras del destino de los hombres— y las Euménides o Erinias —vengadoras del crimen familiar, llegadas a Roma como las Furias—. En la imagen, las tres Erinias atormentan —a modo de conciencia— al joven Orestes, que acaba de matar a su propia madre (Clitemnestra) para vengar la muerte de su padre (Agamenón). Puedes ampliar el cuadro de W.A. Bouguereau (1862). Para saber más sobre estos mitos, pincha aquí, aquí o aquí.
Los que, después de leer a Goethe, quisimos acercarnos al Fausto originario —un anónimo alemán de 1587— no pudimos evitar sentir cierta decepción. ¡Qué lejos estaba ese librito de sus versiones posteriores! La vida de un nigromante germano —tildado de charlatán desde Tritemio, el ocultista que lo nombra por primera vez— inspiró este relato deslavazado que se mueve en terrenos tan variados como la anécdota, la prédica moral, el libro de viajes o la bufonada a lo Till Eulenspiegel. Es por ello que tengo cariño a Christopher Marlowe, de quien tanto se ha dicho y tan poco se sabe. A él debemos la dignificación literaria del mito de Fausto, estrenada —quizá— cinco años después de aquel anónimo, pero inédita en papel hasta 1604. Como es sabido, el dramaturgo murió en una reyerta a manos de un tal Frizer, sospechoso —como el propio Marlowe— de espionaje. Riñeron, al parecer, a la hora de pagar su cuenta en la posada, y acabaron como acaba todo entre malditos: con una daga atravesando el ojo de Marlowe y llegándole al cerebro. Tenía 29 años. A esa edad, había pasado ya por la cárcel y lo habían acusado de traición, herejía, sodomía y a saber cuántas cosas más. Hay quien piensa que la supuesta pelea espontánea venía orquestada de antemano.

La vida de Shakespeare no fue como quizá cabría esperar —no cursó estudios superiores, viajó poco y no dominaba otros idiomas ni a los clásicos—, por lo que muchos han cuestionado la autoría de sus obras. ¿Firmó, por algún motivo, el hombre de Stratford los textos de otra persona? ¿De quién? Hasta la reina Isabel se ha sugerido como autora de los dramas, entre otras gentes de buena cuna que no querrían vincular su nombre con algo tan trivial como el teatro. Algunos creen que Marlowe pudo escribir esas obras desde el exilio europeo, tras fingir su muerte para esquivar los peligros que lo acechaban como espía. Lee más aquí sobre este tema; o ve aquí un documental sobre la teoría de Marlowe. Tal vez este retrato sea su única imagen.
Suponemos que Marlowe se inspiró, para su Fausto, en la versión inglesa del anónimo; pero ¡qué grande es la diferencia! Cuando el doctor alemán ordena a Mefistófeles que describa el infierno, este le suelta un sermón cargado de lenguaje medieval sobre aquel «tormento y dolor, fuego eterno e inextinguible, morada de todos los dragones, serpientes y sabandijas infernales, morada de los demonios expulsados, hedor de agua con azufre y pez y todos los metales hirvientes». Solo unos años después, el Mefistófeles de Marlowe pide a Fausto que olvide sus «frívolas preguntas», pues no hay mayor infierno que verse privado de Dios tras haber conocido el paraíso. Ante la insistencia del doctor, el diablo nos fulmina: «El infierno, sin límites, no está circunscrito a un lugar; el infierno es allí donde estamos». ¿Piensas que el infierno es una fábula? Te lo diré todo con un verso: «Créelo así… La experiencia cambiará tu parecer». El Fausto de otros siglos ya nunca será el mismo.

Mefistófeles y Fausto en la versión de Delacroix (1827). La historia del hombre que vende su alma es clásica en el cristianismo y podría remontarse a Teófilo de Adana, clérigo del siglo VI cuyo pacto con el diablo se leyó en diversos textos medievales —incluyendo los Milagros de Nuestra Señora, de Berceo—. Sin embargo, la leyenda no se concreta hasta el XVI con Johann Georg Faust, un mago y alquimista alemán que presumía de su poder y se decía capaz de replicar los milagros de Cristo. La explosión de un experimento lo hizo pedazos, y pronto se dijo que Satán había cobrado su deuda. Puedes ampliar el cuadro o leer más aquí y aquí.
No quiero dejar aquellos años sin antes recordar a Juan de Tassis y Peralta, escritor culterano —y amigo de Góngora— al que todos conocemos por su título de conde de Villamediana. Un abismo separa el origen social de Marlowe —hijo de un zapatero— del de nuestro conde poeta, educado en palacio desde su infancia. Pero el escándalo acompañó también a Villamediana a lo largo de su vida: violento, mujeriego y jugador, fue desterrado más de una vez por sus crudas sátiras de los nobles de España. Hizo enemigos allí donde estuvo, y su carácter acabó por llevarlo a la tumba. Sus «hazañas» se adentran en el terreno de la leyenda, pues fue amante de una de las favoritas de Felipe IV y pretendió —no sé si con éxito— a la mismísima esposa del rey. Se dice incluso que llegó a provocar un incendio con el único objetivo de salvar a la reina y poderla coger en sus brazos. A nadie extrañaría —supongo— que un buen día, mientras iba en coche por Madrid, el conde fuera asesinado por uno o más tipos que lograron escapar. Se ha visto de todo tras su muerte: nobles enfurecidos, un rey celoso y hasta su posible implicación en un incómodo caso de sodomía. El caso es que el mundo intelectual, incluidos quienes más atacaron a Góngora y los suyos, se lamentó por la muerte del conde y adivinó tras ella al poderoso.

La muerte del conde de Villamediana, en el pincel de Manuel Castellano (1868). Aunque descendía de aristócratas, su propio título era reciente y su padre —pendenciero como él— fue el primero en llevarlo. Los hechos sucedieron en la calle Mayor de Madrid en agosto de 1622, mientras don Juan iba en carroza con el joven Luis de Haro. Alguien salió de la nada y le asestó una mortal estocada en el costado. El crimen nunca se resolvió, y hay quien lo vincula con las deudas y los celos, con la lengua viperina del conde o con un notorio proceso por sodomía que acabó —en diciembre del mismo año— con la ejecución de cinco muchachos en la capital. Los excesos de don Juan en los amores, el juego y la sátira le habían valido ya tres destierros de Felipe III. Pincha aquí o aquí para saber más.
Nada en los retratos de Pushkin llama la atención del observador mediterráneo. Pero la verdad es que, con un aire exótico heredado de su bisabuelo africano —que llegó a Rusia como esclavo y al que su valía convirtió en apadrinado de Pedro el Grande—, el joven poeta volvía locas a las rusas de su tiempo. Mujeres y política acabaron por matarlo sin haber cumplido los 38 años. La historia es bien conocida: un militar francés —que tonteaba, al parecer, con la bellísima Natalia, esposa por la que el poeta sentó la cabeza y con la que tuvo cuatro hijos— le hundió una bala en el pecho en uno de aquellos duelos de honor que tanto gustaron a los novelistas de su siglo. Pero una vez más, previo a estos hechos hay un largo historial de arrestos, destierros y deudas de juego. Sus roces con el poder le causaron más de un mal rato, pues simpatizó con la revuelta anti-zarista de 1825.

El duelo de Pushkin y Georges d’Anthès, en versión de Aleksandr Naumov (1884). Buscar misterios en las muertes de Pushkin, Marlowe y Villamediana no deja de tener encanto; pero lo cierto es que los tres tentaban a la suerte. Aunque los duelos casi nunca llegaban a término, Pushkin se vio envuelto en nada menos que 26 —21 de ellos promovidos por él como parte ofendida—. Pincha aquí o aquí.
Lo curioso es que Pushkin había prefigurado su final en alguno de sus cuentos y, sobre todo, en el Eugenio Oneguin —con el célebre duelo entre Oneguin y su amigo Lensky—. La muerte de Pushkin, poeta nacional ya en vida, conmocionó al país; pero las autoridades, temiendo la politización del entierro, hicieron que se le despidiera casi en secreto. Muchos piensan que todo fue un montaje y que Pushkin no hizo sino morder un anzuelo arrojado por manos poderosas; que el francés era un experto tirador contratado y que el arma de Pushkin ni siquiera funcionaba. Yo suelo decir que lo creo, aunque solo sea por limpiar el honor de la hermosa Natalia.



