«¡Yo me quiero morir en mi tierra!», grita la tía de Banine, todavía reacia a escapar de Azerbaiyán. «Volveremos en cuanto se vayan los bolcheviques», responde su marido. La escena se sitúa en los primeros años veinte. Como sus vecinos de Armenia y Georgia, los azeríes habían aprovechado la guerra civil desatada en Rusia para declararse independientes en 1918. Fueron meses de infarto, con el país envuelto aún en los combates de la Guerra Mundial y en pugnas internas que darían el gobierno a los dashnak —revolucionarios armenios afines al bolchevismo—. El Ejército Rojo acabó tomando de nuevo Azerbaiyán en abril de 1920, y ya nada cambiaría hasta el fin de la URSS en el 91. Los tíos de Banine eran ingenuos al creer en un régimen soviético fugaz. Pensaron, para colmo, que lograrían cruzar la frontera con una fortuna en joyas oculta en dobladillos y otros escondrijos. Los rusos se quedaron con todo y los mandaron a casa. Arrestarlos implicaba alimentarlos.

La independencia azerí se proclamó el 28 de mayo de 1918, y sus fronteras eran similares a las de la actual Azerbaiyán. Las áreas rayadas en diagonal siguen siendo disputadas con Georgia y Armenia, en especial las regiones de Najicheván, Zangezur y Karabaj. La zona había pertenecido al Imperio ruso desde que Persia tuvo que cederla en los Tratados de Gulistán (1813) y Turkmenchay (1828). En 1920 regresó a las manos, ahora soviéticas, de los rusos.
Pero ¿quién es Banine? Así firmaba Umm El-Banu Äsâdullayeva, autora nacida en el Bakú de 1905 y exiliada en París desde 1924. Escribió unos cuantos libros, siempre en francés, pero debe su poca posteridad a las dos partes de sus memorias: Los días del Cáucaso y Los días de París, publicadas ambas en los años cuarenta y traducidas hace poco por Siruela.
La primera es mucho más interesante, pues recrea ese ambiente irrepetible que alumbró a Banine. Escandalosamente rica desde que un bisabuelo halló petróleo en el pedregal donde pastaban sus ovejas, la familia era un cóctel bien especiado: una abuela fanática, que «sacudía los cimientos de la casa» con sus insultos y maldiciones a los cristianos; la institutriz alemana —y cristiana, claro— llena de bondad; un padre que viajaba sin parar en su tarea al frente de la empresa, y que traía al hogar nuevos aires europeos; una madrastra afrancesada y unas tías bigotudas que, cubiertas de joyas, jugaban al póquer mientras vociferaban y fumaban «como chimeneas». Nadie estaba por la labor, como se ve, de seguirle el juego a la abuela; y es que «el descubrimiento de los yacimientos de petróleo en Bakú aceleró la rápida emancipación de los musulmanes del Caúcaso», que pronto restaron importancia a la vetusta austeridad islámica. Entre la abuela y sus nietas no se abría una distancia de dos generaciones, «sino de catorce siglos»; y Banine no llevaría un velo hasta que las matanzas de 1918 la obligaron a refugiarse por un tiempo en Persia.

En 1917, los bolcheviques instauraron un sóviet en Bakú, cuyo gobierno —que debía frenar la escisión— se confió a Stepán Shaumián, un ruso de origen armenio. Los territorios caucasianos respondieron creando un Sejm —o Comisariado— que impulsara la independencia. La tensión se hacía extrema, y pronto hubo enfrentamientos entre rusos y azeríes. Los armenios, que identificaban a los musulmanes del país con los artífices del genocidio de los suyos en Turquía, iniciaron una matanza que duró varios días y acabó con la vida de miles de azerbaiyanos. Muchos musulmanes —como la familia de Banine— huyeron temporalmente a la vecina Persia. En la foto de arriba, el cónsul iranio de Bakú contempla los cadáveres después de la masacre; abajo, otros miembros del consulado persa durante la recogida y enterramiento de los cuerpos. Pincha aquí y aquí.
Llego así al primero de los pasajes en que quiero detenerme. La crianza liberal de Banine no bastó para alejarla de los rencores de su pueblo. «Nunca nadie me enseñó una sola oración —recuerda—, y del Corán únicamente conocía una aleya muy breve»; pero, con todo, ella y sus primos Asad y Alí —mentirosos, delatores y hasta ladrones— hacían la vida imposible a la pequeña Tamara. Era esta una pariente lejana, «cruce de dos razas enemigas, la armenia y la turca», que visitaba a la familia con frecuencia. «Su dulzura igualaba a su belleza», y su encanto —dice Banine— hablaba por ella. Pero era una «vil armenia», y ese papel debía asumir en los juegos infantiles: «Ebrios de pasiones racistas, inmolábamos a Tamara en el altar de nuestros odios ancestrales. Primero la acusábamos arbitrariamente de asesinar a musulmanes y la fusilábamos en el acto, varias veces consecutivas para renovar el placer». La reglas del juego permitían resucitarla para hacerla morir de nuevo: «La atábamos, la tirábamos al suelo, después le cercenábamos las extremidades, la lengua, la cabeza; le arrancábamos el corazón y las tripas, que arrojábamos a los perros para recalcar el desprecio que sentíamos hacia su carne armenia». Los tres danzaban, finalmente, alrededor de los despojos, antes de volver con los mayores. Banine supo luego que, cuando ella no estaba, sus primos —que no habían cumplido aún los trece años— abusaban también sexualmente de Tamara.

Arriba, la construcción de los pozos petroleros de Bakú, en un grabado de William Simpson (1886); abajo, la misma escena en una fotografía tomada por Dmitri Yermakov alrededor de 1890. En 1901, la mitad del petróleo mundial se extraía de solo 16 kilómetros cuadrados de tierra en Bakú, donde se elevaban 1.900 torres. Se entiende que británicos, rusos y turcos se resistieran a dejarlo todo bajo el poder local. También las familias peleaban por sus herencias: «Y así, de juicio en juicio, de año en año, llegó la revolución, que se encargó, con absoluta imparcialidad, de ponerlos a todos de acuerdo». Una mañana se despertaron y no había nada que repartir. Aquí puedes saber más sobre la industria petrolera en Azerbaiyán; y aquí tienes otras fotos históricas del Cáucaso en los últimos años del XIX.
Tal era el clima de Bakú en la infancia de Banine, así que no sorprende la matanza del 18. Sucedió en solo tres días —entre el 31 de marzo y el 2 de abril—, pero las víctimas quizá llegaron a 12.000. En septiembre, con los últimos estertores de la Guerra Mundial, las tropas otomanas entraron en la ciudad y respondieron masacrando a otros 10.000 armenios: «De nuevo le tocó al pueblo pagar el pato del furor nacionalista desatado». A su regreso, Banine encontró su casa «saqueada de arriba abajo», pero era un problema menor teniendo en cuenta la fortuna familiar. No mucho después, la muerte del abuelo Musa la hacía a ella inmensamente rica. A los pocos días, el triunfo bolchevique se lo quitaba todo. A pesar de su estatus y del encarcelamiento de su padre, Banine simpatizó con la Revolución en un principio; pero emigró por fin en 1924. Empezaba así su nueva vida en París.

A la izquierda, la joven Banine en París, donde se ganó la vida como modelo de alta costura; al lado, la autora en 1986, seis años antes de su muerte. Con su exilio francés, Banine dejó atrás, además de los cambios políticos, al hombre odiado con el que la habían casado en su adolescencia. Escribió una docena de libros, ensayísticos en su mayoría. Además de las memorias, tenemos en español Yo escogí el opio, sobre su conversión al catolicismo. Pincha aquí o aquí para leer algo más y ver fotos.
Los días de París es un libro —a mi entender— muy inferior a su gemelo. Promete mucho, con todos esos «petroleros venidos a menos» viviendo de unas joyas que merman día a día; con un ejército de rusos exiliados, a los que un decreto soviético de 1921 había privado de nacionalidad y «existencia legal»; y con un pintor que parece a punto de mostrarnos la bohemia de los locos años veinte. Pero el relato se pierde enseguida en los amores de Gulnar, la prima descarada que —desde la infancia— «hablaba de hombres como una experta cortesana». Pese a todo, hay en esta segunda parte un momento con el que quiero completar la historia de Tamara.
Zuleika —una de las hermanas de Banine— ha decidido casarse. Aún no lo sabe su padre, pues el novio es un artista español y católico. «Me quedé sin aliento —recuerda la autora—, no sabía qué decir ante la enormidad de esa elección que debía, según nuestras más sanas tradiciones, llevarla derecha al infierno». Una cosa era ser liberal, pero ¡un cristiano! «Siempre hemos estado en guerra, nosotros y ellos»; y una mirada recae sobre «los millones de guerreros musulmanes y cristianos que llevaban luchando desde la Hégira hasta nuestros días, sobre los cruzados de las ocho cruzadas, la última de las cuales acabó con la muerte de san Luis ante Cartago, sobre los compatriotas de José dirigidos por los catoliquísimos Isabel y Fernando que expulsaron a los moros de España, sobre los ejércitos de Juan de Austria aniquilando a los turcos en Lepanto, sobre las tropas de Juan Sobieski, rey de Polonia, y esos mismos turcos asediando Viena… y sobre tantos y tantos otros».

Los combustibles fósiles alcanzan aún el 90 % de las exportaciones azeríes. La del país es, además, una de las diez economías más dependientes del gas y el petróleo. A día de hoy, proyecta reformar su modelo energético y subir hasta el 30 %, desde el 7 actual, el origen renovable de su electricidad. También las fachadas del sudeste de la capital —la «Ciudad Negra» del hollín— se van a restaurar. En la foto, pozos abandonados en Bakú. Clic aquí.
Tamara y José, armenios y cristianos: dos rencores atávicos del pueblo azerbaiyano que ni la niña ni la joven liberada son capaces de olvidar. Lo mejor es que el padre, cuando Zuleika junta fuerzas por fin para hablarle, responde solamente: «Serás boba, ¿creías que te iba a matar porque quieres casarte con un cristiano? […] ¿Me crees petrificado en el pasado?». Y la propia Banine, bien entrada en los cincuenta, acabó convertida en católica. Quizás al hacernos mayores aprendamos de algún modo a perdonar y mirar con otros ojos; pero, para entonces, hace mucho que forjamos a los hijos en la ancestral enemistad. Quiero pensar que más contacto entre el niño y el anciano rompería tal vez ese círculo vicioso, pero las maldiciones de la abuela de Banine dejan poco espacio a la ilusión. Probemos, aun así, pues uno y otro saldrán tan mejorados que no importa un pequeño fracaso.