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«Los rusos no pasan nunca ante una iglesia sin persignarse. Su luenga barba resalta la expresión religiosa de su fisonomía», escribe Madame de Staël en las mejores páginas de sus Diez años de destierro, para concluir después que la «magnificencia» y «la fuerza del espíritu popular» son los rasgos distintivos de «una nación paciente y activa, alegre y melancólica». Precisamente así, alegre y melancólica, es la figura del «inocente» o idiota que tantas obras rusas recrean durante el siglo XIX. El yurodivy o «necio en Cristo» oscila entre el tonto y el loco —a veces fingido—, y es objeto de respeto en la Rusia tradicional de la que habla la Staël. Semidesnudo, hambriento y excéntrico, como un cínico moderno, el inocente es venerado como elegido para el don de la profecía. No en vano, el cadáver de uno de ellos —el del santo Basilio, muerto alrededor de 1552— yace en la más famosa catedral de Moscú, haciendo que el imponente edificio se conozca por su nombre.

Iván IV de Rusia en el pincel de Andréi Riábushkin (1861-1904). El «Terrible» parece haber sentido un temor reverencial por Basilio el Bendito. Fue el zar quien ordenó —entre 1554 y 1555— construir la catedral sobre la tumba del santo, celebrando así la conquista de Kazán. Pincha en la imagen para ampliarla o aquí para saber más sobre san Basilio.

Hablemos hoy de tontos. Pero no del trágico idiota occidental que puebla los libros de Faulkner y Steinbeck —lean El ruido y la furia o De ratones y hombres, y verán qué diferentes pueden ser a veces el este y el oeste; en español, ahí tienen las Divinas palabras de Valle-Inclán o Los santos inocentes de Delibes—, sino del bobo entrañable cuya candidez desespera y desarma al malvado, pues nadie espera tener que hacer frente a tanta estulticia.

El personaje es típicamente eslavo, y encuentra un gran ejemplo en la novela inacabada del checo Jaroslav Hašek. Allí conocemos al bueno de Schwejk, quien, declarado inepto hace años por una comisión militar, sin comerlo ni beberlo se ve inmerso en una Guerra Mundial. Tras el asesinato del archiduque y su esposa en Sarajevo —ante la noticia, Schwejk pide a su informadora que sea más explícita, pues… ¡conoce a varios Fernandos!—, el tonto predice en la taberna una gran guerra, por lo que es arrestado como sospechoso. Agotará, como siempre, la paciencia de los agentes con las absurdas historias de su pueblo, y acabará firmando una confesión: «Pero ¿por qué, su señoría? —responde a la cuestión de si fue coaccionado en el interrogatorio—. Yo mismo les pregunté si debía firmarlo y, como me dijeron que sí, lo hice. No iba a pelearme con ellos por mi firma. […] Tiene que haber orden». Semejantes respuestas llevan a Schwejk de cabeza al manicomio, de donde también será expulsado en lo que es —apenas— el comienzo de sus correrías.

Hašek murió en 1923, mientras trabajaba en el cuarto tomo —de los seis proyectados— de Las aventuras del soldado Schwejk. Nunca vio las ilustraciones de Josef Lada que acompañan al texto desde su edición como libro. La obra había sido completada, a instancias del editor, por el periodista Karel Vaněk. Pincha en la imagen para ampliarla, o aquí para ver más dibujos de Lada.

Pero volvamos a Rusia. Dostoyevski terminóde escribir El idiota en 1869, y allí narra las aventuras del príncipe Mischkin, joven aristócrata que vuelve a su tierra —y al mundo— tras pasar años en un sanatorio suizo tratando su epilepsia. Todo es nuevo para él, pues su internamiento lo privó de la experiencia normal en un hombre de su edad y lo hizo un niño grande, «que solo en la cara y en el cuerpo se parecía a los adultos». Pero la estupidez del príncipe es como la locura de don Quijote, porque «el niño, incluso en los asuntos más arduos, puede dar consejos de la mayor importancia». Llegado el momento de partir y «vivir entre la gente», Mischkin toma una heroica decisión: «Resolví cumplir mi cometido honrada y valerosamente». La vida no lo ha corrompido, y precisamente su inocencia lo incapacita para vivir en un mundo complejo y corrupto. Pero en nosotros queda, como después de leer a Cervantes, la sensación de que algo falla si la bondad no encuentra un espacio entre los hombres: «Yo soy inteligente, solo que ellos no alcanzan a verlo».

El yurodivy se asocia más a Rusia, pero se halla en todo el cristianismo ortodoxo. La imagen se tomó en 1925 en la comunidad de Kafsokalivia —en el Monte Athos—. Allí solía verse al «loco» Agathon, semidesnudo en verano y cubierto de pieles en invierno. No se sabe muy bien de qué vivía cuando otros no le daban de comer. Puedes ampliar la foto o pinchar aquí para leer más sobre los yurodivye.

«Iván el Tonto» es una fabulita concebida por Tolstói en 1886. Cuenta la historia de tres hermanos —Semión, Tarás e Iván—, que representan el oficio militar, el comercio y el sencillo trabajo en los campos. Los mayores son ambiciosos y buscan la gloria y el lujo, mientras que Iván no hace sino labrar la tierra de sol a sol —huelga decir que todos lo tienen por bobo—. Los diablos conspiran lo posible por sembrar la discordia en la familia, pero la simplicidad de Iván derrota sus conjuras: si le dan dinero, lo reparte; y si ponen soldados a sus órdenes, les manda cantar y bailar… ¡Así no hay quien haga el mal! El devenir de los cuentos de hadas convertirá al idiota en zar; pero ni siquiera el poder lo corrompe: pronto volverá a sus toscas ropas y al arado. La gente sensata abandona las tierras de semejante soberano, pues ¿quién podría servir a un rey que celebra que los funcionarios dejen sus puestos —así tendrán más tiempo para quitar el estiércol— y que a la víctima de un robo le dice que «te lo habrá quitado alguien a quien le hacía falta»? Solo se quedan los más tontos, que desarman a enemigos y saqueadores con un simple: «Si os va mal en vuestro país, ¿por qué no os quedáis con nosotros?»; y que no ven tentación en las «bonitas» monedas de oro de los demonios, pues —al fin y al cabo— ¿para qué tener muchas si todas son iguales?

La vida de trabajo y sencillez fue la espina dorsal del ideal tolstoiano. En su finca de Yásnaia Poliana, además de poner en práctica su proyecto social y educativo, él mismo participaba en las labores agrícolas. Así lo retrató Iliá Repin en 1887. Amplía la foto o haz clic aquí para leer un artículo de Rosa Luxemburgo sobre las teorías sociales de Tolstói.

No es casualidad que Modest Músorgski reservara a un inocente el papel de cerrar su versión de Borís Godunov, obra que refleja como pocas la esencia del alma popular rusa. Pero la Rusia y los tiempos modernos no están para tontos de esta laya: el ácido Borís Pilniak hablaba en Caoba de un tal Iván Jákovlevich, falso inocente decimonónico del que se veneraban incluso los excrementos —sufría, al parecer, de incontinencia— y que mandaba a sus seguidores beber el agua sucia de su baño. De tipos así puebla Pilniak «toda la Santa Rusia», uniformada por el delirio y simbolizada en la amargura de sus cúpulas en forma de cebolla. Algo ha cambiado en nuestros días. Cuando la desterrada Staël recorría la estepa, se creía en una de esas pesadillas que nunca terminan. Hoy el mundo es más estrecho y también, quizá, lo son nuestras miras. Tal vez por algo decía Staël que para atravesar aquel espacio infinito «hacía falta la eternidad».

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Una celebración de la lectura

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