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De Stefan George sabíamos poco hasta que, en 2011, Trotta publicó Nada hay donde la palabra quiebra, una antología en prosa y verso precedida por un utilísimo estudio de Carmen Gómez García —un lustro después llegaría al fin su poesía completa de la mano de Linteo—. Diletante, esteta, místico, dandi, decadente… Son solo algunos de los adjetivos que podríamos poner junto al nombre de George, un refinado intelectual al que cabría alinear —salvando en cada caso las distancias— con Huysmans, Wilde, von Platen, Rolfe o Jacques d’Adelswärd-Fersen. Sus mayores influencias fueron —no podía ser de otra manera— Baudelaire y Mallarmé; y él fue a su vez poeta de cabecera de Rilke y Celan —«Venerado Stephan George», le escribe Rilke en 1899; y Celan podía citar de memoria algún que otro poema del autor—. Y sin embargo, su fama en Alemania ha pasado por altibajos no siempre debidos al valor de su poesía. Como bien explica Carmen Gómez, durante décadas no subsistió más que «la imagen de un narcisista enfermo, obsesionado con el poder, cuyo nombre se asociaba a nacionalsocialismo, homosexualidad y pedofilia, a un carisma desconcertante que no logra explicar la atracción que suscitó».

Stefan George y algunos discípulos en Heidelberg (1919). El George-Kreis —o «Círculo de George»—, formado en torno a la revista Blätter für die Kunst (1892-1919), funcionaba de modo un tanto sectario, casi como una fraternidad de caballeros medievales. En él introdujo George al jovencísimo Maximilian Kronberger, a quien —convertido en el dios Maximin— rendirían culto los miembros del Círculo. En la foto, de izquierda a derecha: Percy Gothein, el propio George —con pelo cano—, Erich Boehringer, Ernst Gundolf, Ernst Glöckner, Berthold Vallentin, Woldemar von Uxkull-Gyllenband, Ludwig Thormaehlen y Friedrich Gundolf. Pincha aquí para saber más. Puedes ampliar la imagen.

Le gustaba posar de perfil, con su melena peinada hacia atrás y un rictus serio, entre el desdén y la concentración. Sin domicilio fijo, malviviendo de amigos y discípulos, George —nacido en 1868— hizo de su vida una actitud estética. Admirador de Hölderlin, llegó a considerarse el sacerdote de una nueva religión: un culto dionisíaco cuya sola divinidad es la Belleza, y cuyo desprecio por la masa —«ya vuestro número es crimen», dice— y la pragmática modernidad es casi tan grande como su amor por la palabra. Aprendió diez idiomas y tradujo a Dante, Baudelaire y Shakespeare; su escritura es un ritual de alquimia, un intento de crear —y no copiar— la realidad a través de un lenguaje fracturado, sin leyes de ortografía o puntuación —lo mismo utiliza un punto alzado (·) que dos puntos seguidos (..) para marcar una pausa aquí o allá; las comas y mayúsculas del sustantivo desaparecen; y llega incluso a fragmentar palabras, merced a la flexibilidad del alemán—.

En semejante personaje ya habrá intuido el lector un ego desmedido; por si no es así, le contaré una anécdota recreada por Carmen Gómez en su prólogo: en 1927, el ayuntamiento de Frankfurt decidió crear el Premio Goethe, resultando George elegido por unanimidad como primer ganador; pues bien, el poeta —que se encontraba a solo unos kilómetros— no solo pasó de agradecer y recoger el galardón, sino que hizo saber a través de un conocido que era la ciudad la que debía sentirse honrada porque él no rechazara el premio. ¡Y eso que admiraba a Goethe y hasta llegaba a compararse con él de vez en cuando! «Vuestro es lo dulce · lo sublime es mío»; así resume su indiferencia ante el placer mundano y su total entrega al arte.

La clásica pose de George. El Premio Goethe se entregó casi anualmente —con las alteraciones propias de la guerra— de 1927 a 1949, pero se convirtió en trienal por decisión oficial en 1952. Sigmund Freud (1930), Max Planck (1945), Thomas Mann (1949) o Ingmar Bergman (1976) —por nombrar a algunos— obtuvieron el galardón, pero solo George lo hizo unánimemente. Hoy el premio está dotado con 50.000 euros y su más reciente ganador (2020) fue el escritor bosnio Dževad Karahasan, editado entre nosotros por Galaxia Gutenberg. Clic aquí para ver el palmarés del Goethepreis, o en la imagen para ampliarla.

Pero hablemos de Maximin. Fascinado, como buen decadente, por el catolicismo —no por su doctrina, pero sí por el rito y la leyenda—, George necesitaba un dios del que erigirse en sacerdote. Como un nuevo Adriano, que instituyó en Roma el culto a su difunto favorito Antínoo, el poeta cantó al apuesto dios Maximin en sus últimas obras. Maximin es la «apoteosis» —o divinización— del poeta de trece años Maximilian Kronberger, al que George conoció en 1902 y cuya muerte por meningitis en 1904 —un día después de cumplir los dieciséis— lo dejó conmocionado. Había introducido al chico en la llamada «Alemania secreta», expresión rescatada del pasado con la que George y los suyos aludían a su élite iniciada, preservadora de una esencia imperial y espiritual que encarnaban Federico de Prusia y Luis II de Baviera. En él encontró Stefan al único dios digno de su reverencia: niño eterno, hermoso para siempre, síntesis de espíritu germánico y heleno. Por fin George tiene un credo «que dé cuerpo al dios y que endiose al cuerpo».

Imagen de Maximilian, tomada por George, en las cubiertas de Maximin: ein Gedenkbuch —«un libro memorial»—. La edición privada de 1907, ilustrada por Melchior Lechter, consta de 200 ejemplares impresos en pergamino y numerados, e incluye 33 poemas inéditos de Kronberger. Hay también textos de sus amigos y un proemio de George. Pincha en la foto o aquí para leer sobre Maximin.

Le dedica versos devotos en El séptimo anillo (1907) y La estrella de la alianza (1914): «Yo en ti veo al Dios / Que temblando reconocí»; «De ti todo sentido se desprende»; sin olvidar su sentimiento de guía espiritual de Alemania y custodio del misterio iniciático: «De tu secreto sagrado sea guardián fiel». Pero quiero llegar a su último libro —El nuevo reino (1928)—, pues allí se anuncia la maldición histórica de George. El poeta, fallecido en diciembre del 33, solo vivió unos meses bajo el nazismo; pero estuvo allí durante su ascenso gradual en los años veinte. George calló: no mostró simpatía, pero tampoco denunció una violencia que sí rechazaba. Algunos miembros de su Círculo acabaron en el Partido, pero también los había judíos; y es que George despreciaba la política como ejercicio cotidiano —solo la Política, como parte del devenir histórico de los pueblos, podía interesarle—. Llegó a rechazar la presidencia de la Academia de la Literatura y las Artes en 1933, y los nazis le apreciaban tanto que le ofrecieron en su lugar un puesto oficial a su elección; pero tampoco lo aceptó. ¿De dónde venía tanta simpatía por este dandi un tanto desfasado?

El de la izquierda es Claus von Stauffenberg, coronel del ejército alemán y cerebro de la Operación Valquiria. El plan pretendía acabar con la vida de Hitler y arrestar a Goebbels, Göring y Himmler. La imagen se tomó en Rastenburg el 15 de julio de 1944; Stauffenberg llevaba consigo la bomba de un kilogramo, pero no la detonó hasta el día 22, aprovechando una reunión del alto mando. La explosión mató a cuatro personas, pero Hitler —protegido por la solidez de la mesa— solo resultó herido. Stauffenberg y otros implicados fueron fusilados sin juicio por un golpista que temía ser acusado. Junto a sus hermanos mayores —los gemelos Berthold y Alexander—, Claus fue miembro del George-Kreis. No se sabe a ciencia cierta si, antes de morir, Stauffenberg gritó «¡Viva la Alemania sagrada!» o «¡Viva la Alemania secreta!». Clic en la foto o aquí para saber más.

La respuesta está en El nuevo reinoDas neue Reich—. Cinco años antes del triunfo nazi, George seguía a lo suyo, anunciando un futuro glorioso en el que Maximin adquiría ya los tintes mesiánicos de un cristianismo neopagano: «¡Cómo será el primer día · espera y certeza · / En el que despojado de velos aparezcas / Cual corazón del círculo nacimiento imagen / Tú de juventud sagrada espíritu del pueblo!». Las obsesiones del poeta —la belleza inmortal, el alma alemana, el ideario de Nietzsche, el odio al populacho— cristalizan en un libro que admite lecturas más que inquietantes. ¡Qué fácil era ver al pueblo ario en aquellos «escogidos para más alta misión»! ¡Qué bien sonaba la promesa de redención de Maximin —escrita con mayúsculas en un poema titulado «M»— cuando la leía el superhombre rubio: «Ahora se aproxima tras miles de años / Un único instante libre: / Ya por fin se rompen todas las cadenas / Y de las grandes grietas de la tierra / Asciende joven y bello un nuevo semidiós»! Ha llegado la hora de que los Malditos «destrocen cuanto había caedizo»; y los augurios de George eran miel en los labios de Hitler: «Una estirpe joven […] / Que de sí escupió lo dócil y tibio y cobarde / Que de sagrados sueños obras y esperanzas / Alumbra al único que va a ayudar al Hombre .. / Rompe las cadenas desbroza en urbes en ruinas / El orden · fustiga a extraviados hasta el hogar / A lo siempre justo do de nuevo grande es grande / Señor de nuevo señor · disciplina de nuevo es / Disciplina · él asegura el verdadero símbolo / En el estandarte popular a su rebaño / Fiel guía a través de tempestades y señales / Espantosas de la temprana aurora a la obra / Del día despierto y siembra el Nuevo Reino».

Aludiendo a su veneración por un dios creado por él mismo, George se definió como «criatura yo de mi propio hijo». Cuando Maximin se hizo carne, la sentencia del poeta para la posteridad estaba firmada. Una vez más, el padre había muerto a manos de su heredero.

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Una celebración de la lectura

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