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Verano de 1945. Solo dos meses han pasado desde que Praga fuera liberada de los nazis, pero la euforia ya ha cedido ante las nuevas inquietudes: el odio y la sospecha. Quien ayudó al invasor se afana en borrar las huellas de sus actos; y flamantes propietarios hacen lo posible por conservar los bienes de judíos deportados. Para unos y otros, cada inocente es un «reproche viviente y una amenaza potencial». Es la triste realidad que nos presenta Heda Margolius Kovály.

Kovály llegó a Lodz con los primeros deportados de Praga. El gueto polaco acabó convertido en el segundo más grande —después del de Varsovia—, y más de 200.000 judíos pasaron por él. Los nazis iniciaron su clausura en 1944, trasladando a los reclusos a Chelmno y Auschwitz. Cuando entraron los rusos —en enero del 45—, había 877. En total, unos 10.000 sobrevivieron. Infórmate aquí y aquí.

Nacida en 1919 en una acomodada familia judía, se casó con Rudolf Margolius con solo 19 años. Fue deportada en el 41 al gueto de Lodz; y desde allí, a varios campos nazis. Sus padres murieron en Auschwitz, pero ella logró escapar durante un traslado y ocultarse en Praga hasta el fin de la guerra, cuando se reencontró con su marido. El milagro de que ambos sobrevivieran a los campos no se repitió: Rudolf sería juzgado y ejecutado en 1952, acusado de conspiración, sabotaje y otros clásicos de la era estalinista. Como tanta gente, el pobre confesó lo habido y por haber: «¿Cómo habían logrado —se pregunta Heda— que vilipendiase a sus padres, que habían sido asesinados en Auschwitz? ¿Qué había padecido antes de derrumbarse? ¿Cómo lo habían doblegado? En un momento dado, oí la voz de Rudolf diciendo que se había formado como espía en Londres durante la guerra, cuando había estado prisionero en campos de concentración alemanes todos aquellos años». Con su segundo marido —el filósofo y amigo de la familia Pavel Kovály—, Heda emigraría a América. Allí publicó en checo su autobiografía en 1973, que podía leerse en inglés antes de que acabara el año. Heda murió en 2010 en su Praga natal, y no mucho después Libros del Asteroide presentó la primera versión española de Bajo una estrella cruel.

Los Margolius en 1939. Abogado y economista, Rudolf llegaría a ser Viceministro de Comercio Exterior del régimen comunista. Fue una de las víctimas del Juicio Slánský o Proceso de Praga, farsa judicial orquestada desde Moscú según el modelo de las purgas soviéticas del 37. A finales de 1952, catorce altos cargos fueron arrestados y acusados de titoísmo —defensa, al estilo de Tito en Yugoslavia, de la propia identidad política al margen de la URSS— y sionismo. Rudolf Slánský, Secretario General del Partido Comunista y rival del presidente Gottwald, era el mayor objetivo. A todos los declararon culpables en solo ocho días; muchos habían confesado. Once —incluyendo a Margolius y Slánský— fueron ahorcados el 3 de diciembre en la prisión de Pankrác; los otros tres, condenados a cadena perpetua, serían liberados y rehabilitados unos años después. Diez de ellos eran judíos. Aquí puedes leer sobre el caso; y aquí, sobre Margolius. También puedes ampliar la foto.

Conviene no olvidar, y testimonios como este —aunque abunden— nunca sobran. Pero el libro no sería mi protagonista si no fuera por un capítulo esencial. En cierto momento, Kovály aparca su relato y dedica una veintena de páginas a dar una lectura personal del estalinismo europeo —el que llegaba hasta Berlín—. Los rusos usaron la fuerza, es cierto; pero mucha gente creyó en ellos en el Este de posguerra. ¿Por qué?, se pregunta Kovály; ¿acaso no sabíamos de las purgas de los años treinta?, ¿del gulag? Las respuestas, acertadas o no, son del máximo interés.

El primer guantazo es ya demoledor: el comunismo europeo es hijo de la desesperación. Dicho así, puede sonar a la más pura ortodoxia marxista —los desheredados, llevados a su límite, se rebelan e instauran un sistema más justo—; pero no es eso en lo que piensa Kovály. Quien desespera es el que observa las conductas miserables que siguieron a la guerra —la falsa acusación, el odio a los judíos que regresan—. ¿Es esto lo que tanto deseamos durante la ocupación? ¿Tan similares somos a los nazis? No, el capital formó una mecha que los nazis encendieron: «Como es imposible que una persona renuncie por completo a su fe en la humanidad, le echa la culpa al orden social en el que vive». Y junto al autoengaño, la ilusión: nosotros no cometeremos los errores —y terrores— de los sóviets, como la democracia suprimió la guillotina sin traicionar a la revolución; y entonces, «hasta el capitalista podrá comprender que no se puede detener el progreso hacia una sociedad mejor».

El Partido Comunista de Checoslovaquia (KSČ) se había fundado en 1921, no mucho después de la creación del Estado al término de la Primera Gran Guerra; pero fue la Segunda —y el exilio soviético de sus miembros— la que dio el vuelco final hacia la URSS. El Partido tomó el poder en el Golpe de Praga (1948), y se mantuvo al frente hasta el 89. En 1993, la ley checa lo declaró una «organización criminal y despreciable». Clic aquí para saber más.

Pero el vínculo psicológico entre el comunismo y el nazismo va —para Kovály— mucho más allá: «Nuestra preparación para la revolución había comenzado en los campos de concentración». Una vez más, la primera lectura suena ortodoxa y lleva a error. Sí, en los campos vimos a los presos del ejército ruso, modelos de resistencia y «disciplina de partido»; allí creció nuestro «sentimiento de solidaridad», pues cada individuo estaba ligado al destino del conjunto; y allí aprendimos que, por mucho que anheláramos comer y protegernos del invierno, «la felicidad y el sentido de la vida estaban en otra parte». Todo muy acorde al ideario comunista; pero de nuevo la autora hila más fino. Y es aquí donde el libro empieza a fascinarme. Los campos alemanes cambiaron nuestra idea de libertad: «Encerrados tras alambradas, desposeídos de todos los derechos, incluso del derecho a la vida, habíamos dejado de considerar la libertad como algo natural y evidente. Poco a poco, la idea de la libertad como un derecho fundamental se desdibujó. Cuando al fin pudieron abandonar los campos de concentración, muchos prisioneros acabaron pensando que la libertad es algo que hay que ganarse y por lo que hay que luchar, un privilegio que se otorga como una medalla».

Las fotos del Führer en el castillo de Praga y de su ejército tomando las calles están en todas partes. Esta imagen refleja una cara menos conocida de la historia: la población de etnia germana, marcada con la esvástica, espera transporte para salir del país tras la derrota. Usados por Hitler como excusa para la invasión, los alemanes de la región de los Sudetes sufrieron la venganza de los checos: tres millones de expulsiones y varios miles de muertes. A mayor escala aún, lo mismo sucedió en Polonia. Aquí y aquí puedes leer más sobre este tema; aquí tienes fotos interactivas de la ocupación de Praga.

La lógica da un paso más: «Si con el propósito de construir una nueva sociedad es necesario que renuncie a mi libertad durante un tiempo, que sacrifique algo valioso para mí por una causa en la que creo firmemente, estoy dispuesto a ello». ¿No vivimos de milagro, al fin y al cabo? ¿Por qué no inmolarnos por el futuro, si somos ya una «generación perdida»? Y el silogismo aprieta como una soga: «Una buena sociedad es aquella en la que todos pueden vivir bien, uno mismo incluido. Las personas que están dispuestas a sacrificar su propio bienestar por un noble ideal probablemente acabarán exigiéndoles un sacrificio parecido a otros no tan dispuestos a hacerlo. Un sistema político que no puede funcionar sin mártires es un sistema político malo y destructivo».

La falta de libertad y la sumisión a la política rusa cebaron el descontento que estalló en la Primavera de Praga (1968). Como ya hizo en Budapest en el 56, el ejército soviético entró en la ciudad y aplastó la resistencia. Eso sí: lo que en Hungría llevó dos semanas, exigía ahora ocho meses y medio millón de soldados. Clic aquí y aquí para leer más; aquí y aquí hay dos buenas galerías de fotos históricas.

El ideal de martirio va ligado a la culpabilidad que sentían los supervivientes de los campos, vivos con frecuencia gracias a la muerte de los débiles: «Era por ellos que tenía que construir un mundo en el que aquello no pudiera volver a suceder». Y de nuevo la ilusión: los rusos fallaron, nosotros haremos brotar ese mundo de la semilla comunista. Pero no fue así; y cuando el partido achacaba el fracaso a «indeseables» infiltrados en sus filas, muchos se preguntaban ya «si aquellas personas no habrían formado el verdadero núcleo del partido, si los intelectuales y los obreros idealistas no serían los intrusos e infiltrados a los que se refería la propaganda». Para entonces, pocos tenían el valor de rectificar: «Renunciar a ese ideal equivalía a desmentir el significado de toda una vida». Y si la lucha interna se notaba en tu mirada, pronto serías —como Rudolf— obligado a confesar eso y mucho más. El círculo estaba cerrado, y el hijo del nazismo era el señor de media Europa.

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Una celebración de la lectura

Camarote 105 es un proyecto personal de Alberto Zazo.

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