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Cada vez que se imprimen las memorias de Lou Andreas-Salomé, recuerdo cómo me agencié mi copia. Hice la clásica idiotez de ver el libro y hojearlo a menudo en la tienda, aplazando su compra como si fuera a estar allí por siempre. Me quedé sin él, por supuesto. Otras lecturas ocuparon mis ratos libres —y los no tan libres— hasta olvidarme poco a poco de la pobre Lou. Tiempo después, algo la haría revivir, forzándome a buscar como rareza una edición que tantas veces tuve a mano. La sostengo ahora junto a mí, y desde su cubierta algo arañada me mira una Louise ceñida en su vestido negro, reducida casi —bajo el pelo recogido— a una frágil cintura y al secreto de sus ojos.

Descendiente de hugonotes franco-germanos, Luíza Gustávovna Salomé nació en 1861 en San Petersburgo. Fue la menor de seis hijos —la única chica—, y siempre tuvo una inquietud intelectual más propia de un varón de su tiempo. Consiguió que la tomara como alumna el pastor holandés Hendrik Gillot, que se enamoró de ella y quiso divorciarse de su esposa; pero Luíza —25 años menor— lo rechazó. Tras la muerte del padre en 1879, Lou viajó con su madre a Suiza, único país de habla alemana que admitía entonces a mujeres en sus universidades. No era más que el comienzo de una personalidad que —como a Gillot— fascinó a las mentes más brillantes. Pincha aquí para ver en español la película alemana que narra su vida.

Algo especial tuvo que haber en esta rusa de origen franco-germano, por cuya vida transitaron Nietzsche, Rilke, Wagner, Freud y hasta Tolstói. Confidente intelectual de toda una generación de filósofos y artistas, una Lou muy jovencita había salido de Rusia para cuidar su salud y alejarse —de paso— de un primer amor tan intenso como cualquiera que lleve tal nombre. Con solo 21 años, conoció en Italia a Nietzsche y a Paul Rée, a quien el juego había arruinado una vez más. El «trío» fue muy singular: simbiosis entre genios para ella, amor imposible también para ellos. Los dos la quisieron como esposa —sí, incluso Friedrich, el misógino más provocador de cuantos vienen a mi mente— y los dos se llevaron calabazas, con el propósito —eso sí— de mantener su sano comercio de ideas. Fue Nietzsche, claro, quien antes se cansó de tanto civismo a la moderna y voló por los aires la amistad, llegando a esparcir rumores despechados sobre unos y otros: «Lo que yo hice no puede perdonarse», recordará luego con amargura. Rée se mantendría junto a Lou durante años, pero acabó por rendirse cuando ella se casó —en matrimonio célibe— con el lingüista homosexual Friedrich Carl Andreas. Paul dijo adiós una tarde; volvió al momento para refugiarse de la lluvia, y aún regresaría una vez más a recoger un libro. Para entonces había hecho acopio de todas sus fuerzas, pues en esta ocasión no volvió. Años después, el bueno de Rée se despeñó por accidente en las montañas suizas. No había visto a Lou desde aquel día.

Una de las fotos más famosas —y absurdas— de la historia de la filosofía: Lou von Salomé, Paul Rée y Friedrich Nietzsche posan en actitud campestre. La imagen se tomó en 1882, e ilustra al detalle una ocurrencia del «filósofo del martillo»: los amigos, en idílica armonía, mueven juntos el carro del saber. Pero el humor no duró mucho: habiendo rechazado Lou sendas peticiones de mano, Nietzsche prefirió reinterpretar que ella conducía —fusta en mano— un carro del que él y Rée tiraban como bueyes. Así habló Zaratustra se escribió poco después de que el «trío» saltara en pedazos, y es difícil no pensar en Lou —e incluso en esta imagen— al leer pasajes tan feroces como el célebre aforismo: «Si vas con mujeres, no olvides el látigo». Lee aquí una entrada sobre esta rara relación. También se basa en ella la película italiana Más allá del bien y del mal (1977).

Pero por seductor que sea este menage à trois de pensadores, y aunque lo sean también las cartas que intercambian mientras tanto Freud y Lou, mi debilidad en esta historia no puede estar sino con Rilke. Salomé no aclara en sus memorias qué relación la unió al poeta, pero el amor luce triunfante en el apéndice de 1934. El texto es bello y sincero desde su línea inicial: «Abril, nuestro mes, Rainer, el mes anterior a aquel que nos reunió». Fue precisamente Lou quien empezó a llamarlo Rainer y no René: su madre le había puesto este nombre —«renacido»— como recuerdo enfermizo de la muerte de su hijita, e incluso había obligado al muchacho a vestirse de niña hasta los cinco años —«¡Y que yo sea, sin embargo, su hijo!», escribió a Salomé mucho más tarde—. Su amor duró un par de años —él tenía veintiuno, ella quince más—, y sus cartas no se interrumpieron hasta la muerte del poeta. De entre todas sus vivencias, dejen que sean dos las que recuerde aquí.

No tenemos fotos de Rilke y Salomé junto a Tolstói, pero nos consta que ambos quedaron marcados por sus dos encuentros con el noble ruso —en abril de 1899 y mayo de 1900—. Aun así Salomé, con su habitual espíritu crítico, aludió en su diario de viaje a la «superficialidad de las teorías que el propio Tolstói expone en sus panfletos religiosos». Aparte de las visitas al conde, lo que Rilke vivió en Rusia dejó una clara huella en su poesía. En la imagen, Rainer y Lou posan junto al poeta y campesino Spiridón Droschin, que impresionó a Rilke hasta el punto de traducir su obra al alemán. Los nombres y la fecha en rojo son del puño y letra de Droschin. Pincha aquí para saber más sobre lo ruso en Rilke. Aquí puedes leer sobre su relación con Pasternak y Tsvietáieva, cuyas cartas de 1926 editó Minúscula.

De sus viajes por Rusia nos habla Lou en la autobiografía y también en sus diarios, recogidos por Gallonero bajo el título Rusia con Rainer. Dos veces recorrieron juntos el país, y las dos visitaron a Tolstói. El primer contacto fue en la casa del maestro en la capital, pero «vivirle plenamente solo podía uno hacerlo en el campo». Allí, en su entorno natural de Yásnaia Poliana, compartirían al fin con el conde un paseo inolvidable en mayo de 1900. A mitad de un discurso «vibrante y preñado de enseñanzas», Tolstói —al que un mujik se había aproximado con veneración— se detuvo de pronto a recoger un puñado de nomeolvides y apretarlo vivamente contra el rostro, «como si necesitara incorporárselas totalmente», antes de dejarlas caer de nuevo con desgana. En el campesino, como en Rainer y Lou, un mismo sentimiento se hace audible: «¡Que hayamos alcanzado a verte!».

El segundo pasaje que quiero mostrarles se refiere a la relación de Rilke con Auguste Rodin —del que fue secretario entre 1905 y 1906, y al que dedicó un ensayo reeditado muchas veces—, «quien, como artista, le regaló la realidad tal como es, sin la falsificación sentimental del sujeto; quien, con el propio ejemplo, le enseñó a amarrar en una la fertilidad de la creación y la de la vida». Desde su encuentro en 1902, el toujours travailler del escultor hizo ver al joven Rilke que se puede vivir y ser artista, sin que el tormento del creador se adueñe de cada rincón del alma: «En Rodin, su eminente salud y virilidad resolvía el problema de cómo vivir en primerísimo lugar para la meta artística y, sin embargo, distendido y en despreocupada alegría; de cómo, incluso, cuanto más unitarias fueran estas tendencias, tanto más redundarían a su vez en provecho del arte».

En el año 1900, Rilke se estableció en la colonia de artistas de Worpswede —cerca de Bremen—. Allí conoció a Clara Westhoff, escultora y discípula de Rodin. Con ella, ya convertida en su esposa, llegó Rainer a París en 1902. Cerca de la ciudad —en Meudon— estaba la casa de Rodin, a quien vemos en la imagen junto a Rilke. Pincha aquí o aquí para saber más sobre la relación entre los dos genios.

En las «antípodas de Rodin», convivir con el arte fue una angustia para Rilke. En su hermetismo hay un símbolo del aislamiento del poeta: leyendo a Lou, la vemos sentirse alejada por no acceder del todo a su poesía —«me entristecía no llegar a compartir, de manera lo suficientemente plena, la exaltación de tu lírica»—, y a él contestando tiernamente que «ya lo diría de manera tan simple que yo llegara por fin a entenderlo». Pero el idilio acabó con el siglo. Se verían en 1905, cuando Rilke quiso publicar el manuscrito del Libro de horas que guardaba Salomé. Lou se recuerda mirando a su Rainer junto a la puerta del balcón, «mientras el follaje en movimiento arrojaba luces y sombras sobre tu rostro». Frente a ella se encontraba al fin el poeta en plenitud, consciente de su misión y de su entrega: «Por primera vez, la obra —que iba ahora a llegar a ser a través de ti y que quién sabe lo que aún te exigiría— se me hizo clara como legítimo señor y mando sobre tu persona». Ante los ojos de Lou, se dibuja ya la gloria de las futuras Elegías. Qué lujo, mis lectores, compartir ese momento: «Y allí fui una vez más tuya, de una segunda manera; en una segunda doncellez».

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Una celebración de la lectura

Camarote 105 es un proyecto personal de Alberto Zazo.

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