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«En todas partes, el demonio» —ubique daemon—. Leída en su contexto —en el tratado Sobre el gobierno de Dios, de Salviano de Marsella—, la frase no es tan contundente como pueda parecer, pues enumera allí este Padre de la Iglesia las diversiones paganas y sentencia que en todas —en la palestra, el circo o el teatro— se honra a los dioses de Roma y es el demonio quien habita. Pero citada así, en aislamiento, suena tan sabia y admonitoria que se sigue recordando aquí y allá.

Yo la leí en El diablo, una de las últimas obras de Giovanni Papini. Publicada en 1953, cuando al autor le quedaban tres años de vida, su heterodoxia motivó que se incluyera en el Index librorum prohibitorum. Pero no se equivoquen con Papini: aunque —como suele decirse— meó fuera del tiesto en este libro, fue un fervoroso católico que pagó con la posteridad su cercanía al fascismo italiano. Es una suerte que las heridas cicatricen y que, poco a poco, Papini regrese a los estantes del lector más avezado, pues era mucho lo que se perdía. Demos gracias otra vez a Borges, que nunca dejó de admirar y editar —y hay quien dice que plagiar— al maestro italiano. La editorial Rey Lear nos devolvió las narraciones de Palabras y sangre y El piloto ciego, además del híbrido extraño y estupendo titulado Gog; y Cálamo editó hace tiempo Un hombre acabado, una especie de «melancólica autobiografía» —así la llamó Borges— que tampoco deben dejar de leer.

El primer Índice de libros prohibidos se imprimió en Holanda en 1529, pero la primera edición romana y oficial no llegó hasta 1557. Había sido León X quien impusiera —en 1515— la censura previa de cualquier publicación. El Index se editó y actualizó 32 veces hasta 1948, perdiendo su valor normativo en 1966. Desde entonces, sería solo «moralmente vinculante». En la imagen, una ilustración de 1711, en la que el Espíritu Santo quema libros reflejando sus llamas en san Pedro y san Pablo. Pincha aquí.

Pero hablamos aquí de El diablo. El seguimiento que hace Papini del interés por el demonio es de máximo interés. Contra toda intuición, la mayor libertad a la hora de interpretar y entender a Satán «floreció precisamente en los siglos en que la Iglesia cristiana tenía más calor y más vigor en su fe». Escolásticos y Padres dedicaban al demonio tratados enteros; pero su figura cayó con los siglos en el terreno de la superstición, y pocos teólogos se atrevían ya a mencionarlo sin temor a la burla. El diablo pasó entonces a los dominios del poeta, enamorado desde Milton del gran adversario y «su tristeza atroz»; y allí se mantuvo un largo tiempo. Pero la intelectualidad burguesa —dice Papini— retomó la mueca de desprecio al escuchar su nombre, «como si se tratase de un antiguo personaje del teatro de títeres». ¿Por qué, entonces, volver a Lucifer en pleno siglo XX? Las guerras mundiales le han devuelto su «derecho de ciudadanía», pues esas «saturnales del odio y la ferocidad» dejaron claro que estamos ante «uno de los protagonistas de la historia».

Papini era hijo de un republicano anticlerical, y él mismo se declaraba ateo en su juventud. Católico desde la Gran Guerra, se acercó al fascismo en los años 30, llegando a dedicar a Mussolini el primer —y único— volumen de su Historia de la literatura italiana. Tras la caída del Duce en el 43, se refugió en el convento aretino de La Verna, convirtiéndose en terciario laico franciscano con el nombre de Fra’ Bonaventura. Se escondió de los comunistas en el obispado de Arezzo, de donde sería rescatado por soldados americanos. Con su casa saqueada, casi ciego y marginado del mundillo intelectual, siguió escribiendo hasta su muerte en 1956. Pincha en la foto o aquí para saber más sobre el autor italiano.

Su idea central, como dije, es menos ortodoxa que la Historia de Cristo del mismo Papini —todo un best seller mundial de 1921—; y así se anuncia desde el principio: «También por el negro portal del pecado se puede entrar en el Reino de Dios». El miedo y la ignorancia no protegen al cristiano del demonio; si queremos librarnos de él, debemos amarlo, pues solo así podrá «volver a su primitiva naturaleza». El ceño de algunos empieza a fruncirse, pero ¿es posible que Dios, «fuente primera y suma de toda compasión y de toda piedad», no sufra lo indecible por la caída de su más cercana criatura? Dios ama aún a Lucifer, pero no puede salvarlo sin su avenencia; y la mayor condena de Satán es «la absoluta privación e incapacidad de amar». Dios nos necesita, por tanto, y tal vez por eso nos creó. Adán debió, con su ejemplo de inocencia y humildad, tentar al demonio a regresar al seno del Creador; pero prefirió convertirse en su «esclavo, cómplice y víctima». Con el tiempo, Jesús nos recordó nuestro fin: «¿No podría ser que Cristo hubiese redimido a los hombres para que estos, mediante el precepto de amar a los enemigos, fuesen dignos un día de soñar con la redención del más funesto y empedernido Enemigo?». Una fábula, sí; pero «lo imposible, sobre todo, es creíble».

Satán, «la criatura más horriblemente desdichada de toda la creación», según Papini. En la imagen, el ángel caído en uno de los 50 grabados hechos por Gustave Doré para la edición de 1866 del Paraíso perdido de Milton. El artista francés ilustró muchos otros clásicos, desde la Divina Comedia, el Quijote, Gargantúa o el Orlando furioso hasta las fábulas de La Fontaine y los poemas de Coleridge y Poe. Aquí tienes una buena selección de sus grabados más literarios, agrupados por obras y temas. Haz clic en el dibujo si quieres verlo en todo su tamaño.

Muy distinto es el papel que se reserva al ser humano en el otro libro del que quiero hablarles hoy: la Historia del diablo de Daniel Defoe. Según este, «Dios ha creado a los hombres con intención de conceder a los que hayan vivido bien en esta vida las plazas que quedaron vacantes en el ejército celeste por la abdicación y la expulsión del diablo y de sus ángeles». Se entiende entonces que el demonio —lleno de rabia y celos— se esfuerce en atraer a la nueva criatura, incitándola al pecado y privándola así del santo designio original. «Ser tan diablo como él» y acompañarlo eternamente, he aquí el destino del hombre que debía «reemplazar a Satanás».

Defoe publicó su tratado en 1726, y los dos siglos que lo separan de Papini son insalvables. En la parte inicial, un Defoe arcaico rastrea al diablo en la historia sagrada, dedicando capítulos enteros a cuestiones casi escolásticas como cuánto poder retuvo Lucifer tras su caída, cuántos ángeles lo secundaron en su revuelta, cuándo perdió la belleza o a qué dedicaba su tiempo hasta la creación del hombre. La segunda parte analiza las artes del demonio para que todos puedan «guardarse de él» y, sobre todo, de su ardid de enmascararse: «Es Satanás bajo un disfraz perfecto quien preside los disturbios públicos y las divisiones civiles». Defoe nos había dejado clara su religiosidad —era presbiteriano— en Robinson Crusoe, y no desaprovecha la ocasión de lanzar al papismo su dardo: «Llamaremos Reforma a un fracaso que sufrió el reinado de Satanás, el cual había llegado a tan alto grado en la cristiandad que todavía se ignora si esa infinidad de supersticiones y de herejías espantosas, […] llamada jerarquía católica, era la Iglesia de Dios o la del diablo».

Un clásico del antipapismo: Passional Christi und Antichristi (1521), donde Lucas Cranach compara —frente a frente— las conductas de Cristo y las del papa. A la izquierda, Jesús expulsa del templo a los mercaderes; a la derecha, el papa —o Anticristo— vende el perdón de los pecados. Aquí está entero. Seguramente leyera Defoe libros como este y The Protestant Tutor, de 1713, donde Benjamin Harris revela «los notorios errores, condenables doctrinas y crueles masacres de los sangrientos papistas».

Pero me quedo con lo que sí comparten Defoe y Papini. Los dos tienen claro que la mayor victoria del Mal es llevar a los hombres a la guerra: «¿Cuándo se ha convertido [el hombre] —dice Defoe— en verdadero diablo si no es cuando ha hecho la guerra a sus semejantes y ha mojado sus manos en la sangre de los de su especie?». He aquí la «obra maestra» de Satán. Solo él nos ha inculcado unos valores que confunden honor y valentía con orgullo y agresión. Tan viles son las leyes de la guerra, que «hacen excusables el homicidio y el asesinato». En estos días —cuando un ciudadano paga su pasaporte con el deber «de batirse, de matar, de someter a sus semejantes a la primera orden, sea justa o injusta, ya tenga por objeto la defensa de la vida y de la patria, quiero decir la libertad, o el sostenimiento de la injuria y de la opresión»—, incluso un ateo convencido como yo está dispuesto a leer con paciencia beaterías y debates sobre el sexo de los ángeles si así se nos recuerda quiénes somos y adónde no debemos ir.

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Una celebración de la lectura

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