El 17 de enero de 1468, moría de malaria en Lezhë —por entonces, ciudad veneciana— el héroe nacional albanés Skanderbeg. Llevaba veinticinco años comandando la insurrección contra los turcos, a los que había servido en su juventud. La resistencia no cejó durante todo el siglo XV, y estallaría periódicamente en los siguientes, pero su muerte fue el punto de inflexión de una Pax Ottomana que incluiría a Albania hasta las Guerras de los Balcanes de 1912 y 1913.

Skanderbeg pintado por Cristofano dell’Altissimo (1525-1605). Nacido en 1405, Jorge Castriota era hijo de un noble albanés que había combatido sin éxito la expansión otomana. Convertido en vasallo del sultán, el padre tuvo que enviar a varios de sus hijos como rehenes que garantizaran sumisión y tributos. Jorge se convirtió al islam y luchó desde 1423 para los turcos, que lo llamaron Skanderbeg —«príncipe Alejandro», quizá por su talento propio de un rey griego—. En 1443, aprovechó la batalla contra los cruzados húngaros de Juan Hunyadi y desertó junto a trescientos albaneses. Regresado al cristianismo, dirigió desde entonces la revuelta contra Murad II y su hijo Mehmed. Sus gestas han inspirado muchas obras de arte dentro y fuera de Albania. Pincha en la foto o aquí para conocerlas.
Otomana era Albania cuando Byron la incluyó en su grand tour mediterráneo. Con este galicismo se llamaba al viaje con que los jóvenes de buena cuna completaban su formación, antes de volver a casa y sentar la cabeza. Lord Byron nunca la sentó del todo, pero —entre 1809 y 1811— recorrió España, Malta, Albania, Grecia y el Asia Menor. La impresión especial que le causó la tierra albana —«la provincia más agreste de Europa, donde muy pocos ingleses han estado nunca»— se refleja en los famosos versos del Childe Harold: «¡Tierra de Albania, déjame contemplarte! ¡Tú, ruda nutriz de un pueblo bárbaro!». Pero prefiero hablarles hoy del testimonio que dejó en sus cartas, antes de pasar sus sensaciones por el filtro del arte. Las editó KRK en un bellísimo volumen; y, a falta de un diario o un libro de viajes como el que sí escribió su amigo y compañero John Cam Hobhouse, son nuestra única fuente para saber qué hacía el poeta por aquellos andurriales.
La más notable de la etapa albanesa es la que envía a su madre en noviembre de 1809. Allí relata cómo fue recibido y honrado por Alí Pachá de Yánina, gobernador de la parte europea del Imperio, cuyo poder —y crueldad— era tan grande que el mismísimo sultán le dejaba hacer y deshacer a su antojo: «Para mí fue un verdadero padre», dice Byron, que no calla la afición del pachá por «tostar vivos a los rebeldes». Escribe también cuánto le gustan —en todo sentido— los albaneses: «Puede que sean la raza más hermosa del mundo», de carácter «montaraz» pero noble, con vicios pero sin «bajeza moral». Eso sí: a sus mujeres, que «a veces también son guapas», las hacen esclavas como «auténticas bestias de carga». He aquí la grandeza de un epistolario: fruto de la inmediatez, no se plantea si es mejor callar algún detalle. Es sabido que Lord Byron —cuya promiscuidad con ambos sexos es casi legendaria— sumó a la tradición del tour la intención de acostarse con todo bípedo implume sin preocuparse por las leyes inglesas contra la sodomía. Lejos de casa, y en la intimidad de las cartas, no siente el deber de ocultar que los nietos del pachá, maquillados con colorete a la manera oriental, «son los más lindos cachorros que haya visto en mi vida» —a pesar de rondar los diez años—; ni que «muere de amor» por tres hermanas griegas: dos han prometido seguirlo hasta Inglaterra, pero «ninguna de ellas ha cumplido 15 años». Llega incluso a aludir a William Beckford —el autor de Vathek, cuyo presunto idilio con un chico de 11 años lo obligó a salir del país— como «el Gran Apóstol de la Pederastia» y «el Mártir del Prejuicio». El muchacho, por cierto, se hizo luego amante de Byron… ¡Y todavía dicen que solo la ficción es divertida!

El célebre retrato de Byron vestido a la albanesa, obra de Thomas Phillips (1813). La de Albania no fue la única aventura que sedujo al noble inglés, visceral y romántico también en política y amores. Estudió el armenio; cruzó a nado los Dardanelos y quiso encontrar Troya; se unió a los carbonari en su revuelta de 1821 en Rávena y pensó en viajar a Venezuela para apoyar su independencia. Y todo ello mientras se acostaba con cientos de mujeres y hombres. Finalmente, en 1823 llegó a Grecia para luchar contra los turcos. Allí enfermó al cabo de un año, y de nada sirvió un tratamiento limitado a la extracción de sangre. Su cuerpo fue recibido por una multitud en Inglaterra. Lee más aquí sobre su vida y obra; y aquí tienes algunos de sus retratos.
Un siglo después del viaje de Lord Byron se publicaba High Albania, el más famoso de los textos dedicados por Edith Durham a los Balcanes. La Línea del Horizonte lo editó con su mimo habitual, incluyendo un breve —pero útil— prólogo y algunas fotos tomadas por Durham. Esta londinense había nacido en 1863 y, siendo la hija mayor y soltera, se esperaba que cuidara a su madre en la vejez. Así lo hizo, pero el médico le acabó recomendando que descansara dos meses al año si no quería ponerse peor que la anciana. Así se inician sus viajes, más atrevidos cada temporada. Tras la muerte de la madre en 1906, Edith emprende su aventura decisiva: partiendo de Scutari —la actual Shkodër— el 8 de mayo de 1908, se interna en la región montañosa del norte de Albania, una zona conocida por muy pocos extranjeros —y, por supuesto, ninguna mujer—. Era, para colmo, un momento delicado. El Congreso de Berlín había puesto fin a la Guerra Ruso-Turca en el verano de 1878, y jóvenes vecinos como Serbia, Montenegro y Grecia anhelaban incluir en sus fronteras territorios tradicionalmente habitados por albanos. El nacionalismo local está en auge, y solo los serbios son más odiados que los turcos. La simpatía de Durham por la causa la convirtió en una especie de hija adoptiva en el país, recordada con cariño incluso hoy. Su última visita fue en 1921 —nueve años después de la independencia—, y moriría en Londres en 1944, solo unas semanas antes de que el Partido Comunista de Enver Hoxha se hiciera con el poder.

Saludo militar de Enver Hoxha, flanqueado por su propia imagen y la de Stalin. El régimen se alineó al principio con Yugoslavia, pero el expansionismo de Tito quebró la amistad. Hoxha se acercaba así al bloque soviético, del que también se distanció por los aires revisionistas de Jrushchov. Con los chinos rompió tras el aperturismo que siguió a la muerte de Mao. Todo ello, unido al más absoluto cierre hacia Occidente, hizo de Albania uno de los Estados más herméticos del mundo. Tras 40 años de puño de hierro, Hoxha murió naturalmente en abril de 1985. Clic en la foto o aquí para leer más.
La parte inicial del relato parece un reportaje sobre la faida o deuda de honor, una ley que, para el albanés, vale más que el amor o el parentesco: «La maldición de la sangre pesa sobre él desde su nacimiento y le condena a una muerte prematura». La sensibilidad a la ofensa llega a ser hilarante: dos hombres discuten sobre qué estrella es la mayor, otros dos que se enzarzan por un cartucho perdido: «¡Me lo has cogido tú!». ¿El resultado? Siete muertos en un caso, doce en el otro; y todo en cuestión de minutos. Pero me río más aún cuando la belicosidad se mezcla con la fe: «He matado a muchos hombres —dice alguien—, cristianos y musulmanes; y, si Dios quiere, mataré algunos más. Ahora voy a rezarle a san Nicolás». Y mi favorita: «A menudo pienso que a nosotros los maltsori [o montañeses] nos será muy difícil ir al cielo. ¡Cuando llegue el último día, tendremos que librar una dura batalla con Cristo!». Edith tardó poco en dejar de girar la cabeza al oír un disparo.
El tono cambia cuando la proclamación de una efímera y excepcional constitución propicia que la viajera pueda entrar en Kosovo, donde se palpa la tensión: «Yo era la primera mujer, de la que se tenía constancia, que atravesaba la ciudad [de Gjakova] sin velo, si es que alguna vez esto había ocurrrido». Para enojo de Edith, que no quería mostrar miedo, su guía «mantuvo todo el tiempo la mano en la culata de su pistola». La mayoría de los locales no han visto nunca a un extranjero y desconocen incluso el nombre de Inglaterra. «¿Por qué llevas trigo sobre tu cabeza?», le preguntan al ver su sombrero de paja. De regreso en la actual Albania, Durham visita Mirditë —único distrito albanés de población católica en su totalidad, y uno de los bastiones de la insurgencia contra los turcos—. Allí constata que «yo era la única mujer entre unos 2.500 hombres armados». Es obvio que Edith se benefició del carácter arcaico y semioriental de un pueblo para el que la hospitalidad es sagrada; pero también su mirada empática y desprejuiciada le valió el respeto de cristianos y musulmanes: «Les debo más de lo que nunca podré pagarles. Solo puedo esperar sacar a la luz la capa de oro que se esconde bajo un carácter aparentemente áspero».

Edith Durham en la década de 1880, mientras se formaba en la Royal Academy of Arts. Expuso su pintura con frecuencia e ilustró un volumen de la Cambridge Natural History (1899) con dibujos de anfibios y reptiles. Antes de Las tierras altas de Albania (1909), Durham había escrito ya sendos libros sobre Serbia y Macedonia; y aún publicaría otros cuatro entre 1914 y 1928. Equipada siempre con su Kodak y un cuaderno, recogió en todos sus viajes material etnográfico que le valió el ingreso en el Royal Anthropological Institute, del que llegó a ser vicepresidenta. Dejó en total unas 450 fotos, conservadas hoy en varias instituciones inglesas —incluyendo el Museo Brotánico—. Aquí tienes, comentadas, algunas de las que tomó en Albania, Kosovo y Montenegro. Amplía también su retrato.
Quiero cerrar estas notas viajando un siglo más, hasta la publicación —en 2018— de Barro más dulce que la miel. Es casi un tópico decir que su autora, la polaca Margo Rejmer, es la heredera de Ryszard Kapuścińki y Svetlana Aleksiévich. Nacida en 1985, se inició en la narrativa; pero han sido sus dos reportajes más recientes —ambos traducidos por La Caja Books— los que le han dado la fama: uno sobre Bucarest y este del que hoy les hablo, sobre la Albania comunista.
A través de un mosaico de voces, el libro retrata el régimen de Hoxha: la represión, la propaganda, la tortura, el aislamiento de Occidente —que llega a recordar a las montañas de Durham— y, por supuesto, las farsas judiciales a la rusa. Se refleja también el desencanto de una generación que aguardó a la democracia para constatar que muy poco cambió: la misma casta sigue al frente del país y las víctimas se encuentran en la calle a sus verdugos, pues nadie —salvo la señora Hoxha, que pasó cuatro años en prisión como chivo expiatorio— pidió perdón ni pagó por las décadas de infamia. «La libertad no sirve de nada cuando no hay dignidad», dice un entrevistado. Lo ocurrido en Italia en los 90 demostró que el alambre de espino y las garitas tenían sucesor en las fronteras: «Hoy cualquiera puede huir de aquí, pero ¿adónde? Nadie quiere albaneses en su país».

Arriba, los 20.000 albaneses que —el 8 de agosto de 1991— abarrotaron por la fuerza el Vlora, un buque que esperaba reparaciones en el puerto de Durrës. Cruzaron con dificultad el Canal de Otranto y llegaron a Bari, donde se les impidió arribar. Tras 36 horas sin agua ni comida, fueron trasladados a un estadio y lucharon por hacerse con los víveres lanzados desde el aire. El caos y la agresión fueron dueños hasta la deportación de todos ellos en los próximos días. El 28 de marzo de 1997, unos 140 albaneses huyeron en el Katër i Radës del estallido de violencia que asolaba el país. A su llegada a la isla de Sazan, la embarcación fue abordada por la corveta militar Sibilla, causando su hundimiento y la muerte de al menos 84 pasajeros. Abajo puedes ver el rescate de los restos. Infórmate aquí y aquí.
Pero voy a quedarme con algo que me hace pensar. Desde 1944, la sociedad albanesa se dividió en dos bloques: los ciudadanos con buenas y malas «biografías». Los segundos nacían malditos —por los «errores» de sus padres y abuelos— o caían en desgracia por sus propios medios: quejarse de un producto albano, por ejemplo, bastaba para ser declarado enemigo del pueblo. La delación era una forma de vida, y la Sigurimi —o policía secreta— llegó a reclutar a 200.000 colaboradores en un lugar que rondaba en esos años los dos millones de habitantes. El «país más feliz» requería enemigos para mantenerse alerta y —de paso— culparlos de sus fracasos, y era tarea de todos descubrirlos: «Los buenos en cualquier momento podían pasar a ser malos; los malos, por norma general, seguían siendo los peores hasta el día de su muerte». En 2016, el 45 % de los albaneses veía en Hoxha a «un político destacado y un buen administrador»; otro 42 % lo juzgaba como «un dictador y un asesino». Treinta años después, las biografías siguen siendo decisivas a la hora de opinar. Beneficiados y represaliados me recuerdan qué difícil es el voto en conciencia: si la propia conveniencia determina una simple respuesta a un sondeo, ¿qué no hará cuando se trata de velar por conservar los privilegios? Poco importa si se obtuvieron con o sin justicia.



