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Mi amigo Fernando, historiador de hondo saber y voz de bajo fumador, considera la ciencia ficción como su «vicio» personal. Seguro que entienden que, para alguien como yo, semejante incursión de lo irreal en el mundo de los datos y las fechas resulte irresistible. Es por ello que no me canso de su charla, y es también por ello que le debo dedicar —tal y como prometí, y aunque sea a mi manera— unas líneas a su vicio. En los días en que a cualquiera lo llaman fascista por no comulgar con lo que a un líder le conviene, no está de más recordar qué quiso ser —y nunca fue— el socialismo en otro tiempo. Y, como a mi amigo le gusta aquello del espacio, elegiré a dos rusos con el ojo puesto en Marte, editados ambos —con desigual cuidado, hay que decirlo— por Nevsky Prospects.

La ciencia ficción fue un género clásico en la Unión Soviética, tanto en el cine como en la literatura. La película más famosa quizá sea Solaris, adaptación de la novela de Lem dirigida por Andréi Tarkovski en 1972 —a la izquierda tienes el cartel original—. En narrativa, fue un hito en Occidente la antología en dos tomos publicada en 1962 por Collier Books. Solo el prólogo —y no la versión— era de Asimov, pues este nunca supo ruso a pesar de su origen. Amplía la imagen o haz clic aquí para saber más.

Visionaria pretendía ser —en 1908— la Estrella Roja de Aleksandr Bogdánov, versátil erudito que sostuvo una polémica teórica con Lenin y que, entre sus horas de trabajo científico y político, tuvo tiempo para un par de novelitas de corte utópico. De sus facetas, me gusta especialmente la del «doctor» algo chiflado que sueña con salvar al hombre: tanto que murió al practicarse a sí mismo una transfusión de sangre enferma, en uno de sus experimentos por lograr la eterna juventud. Así era Bogdánov: fe y optimismo. Y así es su Estrella Roja, que provoca una sonrisa —enternecida y triste— en el lector resabiado del siglo XXI. Los marcianos nos visitan en sus «ingenios voladores», ayudados por la antimateria —repelida y no atraída por los cuerpos del Sistema Solar— y con la energía nuclear como agente propulsor. No son hostiles, como querría luego la ficción americana de la Guerra Fría; ni tampoco novedosos, pues H.G. Wells había planteado la invasión diez años antes con La guerra de los mundos. Han venido a compartir su progreso y a buscar, de paso, una simbiosis que los libre de un futuro sin recursos.

Bogdánov y Lenin juegan al ajedrez en 1908 en la isla de Capri, donde Gorki —que sigue la partida— vivió de 1906 a 1913. Tras la ruptura con Lenin y su expulsión de la facción bolchevique, Bogdánov formó —sin salir del Partido— el grupo Vpered, al que también se integraron su cuñado Lunacharski —primer Comisario del Pueblo para la Educación desde 1917— y el propio Gorki. Pincha aquí o aquí.

Ahí está la clave: los visitantes proceden de una sociedad perfecta y —por supuesto— socialista, en la que no hay dinero ni propiedad, y el trabajo —fin en sí mismo del buen ciudadano— se elige libremente. Los marcianos buscan un contacto: un hombre digno de viajar a su mundo y regresar, como dijo Kavafis, «rico en experiencias, en conocimiento». Aunque recorren varios países, tienen su esperanza puesta en Rusia —claro está—, «donde la vida es mucho más enérgica y falta de artificio, y donde las personas miran hacia el futuro». No es lugar de sutilezas literarias, así que el narrador apenas se resiste y enseguida convierte la novela en utopía al más puro estilo. El Estado ideal resplandece y Bogdánov se atreve con intuiciones «a lo Verne», desde la videollamada hasta el cine en tres dimensiones. El libro se publicó entre la reacción conservadora que siguió al intento revolucionario de 1905, y su optimismo no es casual: las luchas entre hermanos son un mal, pero un mal necesario y —ya se sabe— transitorio. «La sangre corre por un mundo mejor —le enseñan al héroe—. Pero para que la lucha merezca la pena, uno debe saber en qué consiste ese futuro. Y es por eso que estás aquí». Pocas palabras recuerdo tan directas de un autor a su lector.

A la izquierda, el cartel de la película Viaje a Marte (1926), obra de Nikolái Prusakov y Grigori Borísov. A la derecha, cosmódromo soviético en Fobos —el mayor de los dos satélites de Marte—, pintado por Andréi Sokolov hacia 1967. En la era comunista, la revista divulgativa Tékhnika Molodezhi —fundada en 1933 y aún activa— incluía también textos de ciencia ficción. Aquí tienes una muestra de su arte; y aquí, más cuadros de Sokolov de tema futurista.

«Marte quiere hablar con la Tierra». Así se explican en Aelita —obra principal de Alekséi Tolstói— los «enigmáticos sonidos» captados a través de la radio. El autor, sobrino del Tolstói más popular, había recibido una educación atea y marxista a pesar de su título nobiliario —el Conde Camarada o Conde Rojo, lo llamaban con cierto cariño—. Personaje contradictorio donde los haya, apoyó en principio a los blancos de Wrangler y se instaló en Berlín y París tras la guerra civil rusa. Pero su exilio fue breve: en 1923 regresa a la Unión, donde es bien recibido y llega a convertirse en figura intelectual relevante para el régimen —se le permitió, de hecho, seguir usando su título en tiempos de Stalin—. La novela se publicó en el mismo 1923, y solo un año después ya había sido objeto de una recordada adaptación dirigida en la U.R.S.S. por Yákov Protazánov.

Cartel original de Aelita (1924), cinta pionera del cine de ciencia ficción. Su mayor interés está aún en los decorados constructivistas de los artistas Isaac Rabinovich y Víctor Simov, así como en los trajes de Aleksandra Ekster. Frederik Pohl —autor de la célebre Pórtico— dijo que ninguna película espacial soviética la igualaría hasta Solaris. Aquí puedes verla restaurada con los textos en inglés.

El libro es más lírico que el de Bogdánov, pero no menos ideológico. Se cuenta allí el viaje a Marte del ingeniero Loss y su curioso acompañante: un soldado sencillote y algo buscavidas que, antes de partir, le dice a su mujer que le prepare «ropa limpia, dos camisas, calzoncillos». Es entrañable ese mundo inocente, donde los astronautas se reclutan con un cartel escrito a lápiz y se suelta un ratoncillo para ver si el aire del planeta es respirable. Tampoco falta el elemento humano, pues el pobre Loss —más que la gloria o la aventura— busca «ocultarse tras millones de verstas», en un lugar donde olvidar la muerte de su esposa: «Yo no soy un ingeniero de talento, no soy un nuevo conquistador, no soy un valiente ni un soñador; yo soy un cobarde, un fugitivo. Me aguijonea una desesperación sin final». No por ello se priva Tolstói de la cuña soviética, que vaticina la «carrera espacial»: «¿Cómo que quién va a levantar el vuelo? Nuestros enemigos lo harán. Pero toma, ¿de quién es Marte? De Rusia». De labios de la azulada y hermosa Aelita, hija del gobernante Tuskub, los viajeros conocen el pasado del planeta; y animados por su fe solidaria, intentarán cambiar su futuro. No en vano, el ingeniero se lanza a imaginar cómo quizá, cuando vuelvan a la Tierra —que dejaron «regada con sangre caliente»—, descubran que en cada país un grupo de «gente audaz y dura» tomó el poder para asentarlo sobre nuevos cimientos: justicia, misericordia y deseo de vivir feliz. «Y todo eso existirá, algún día». Sí… Algún día.

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Una celebración de la lectura

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